QUERIDOS PASAJEROS:
El pasado 2 de Julio hemos vivido un evento imperdible
y que no se repetirá hasta dentro de 300 años (según dicen). Estoy hablando del
Eclipse de Sol, maravilloso fenómeno astronómico. Que influye, asimismo, en
nuestras vidas cotidianas de diferentes maneras. Y en tren de ilusionarme
quiero pensar que esa influencia servirá para traer un poco más de claridad a
esta patria nuestra y al mundo en general. Tan convulsionados ambos. Pues ¿qué
es un escritor sino un soñador empedernido? Partimos …
Resopla la locomotora y larga su humito mientras el
tren arranca su camino de letras y amistad. Y la primera parada es en la Ciudad Autónoma de Buenos
Aires, donde asciende un amigo, viajero frecuente (para quienes quieran más
datos ver “Letras … “ anteriores): Fernando
Sorrentino
(Buenos Aires, 1942) Escritor y
profesor de literatura. Ha publicado ensayos, cuentos y entrevistas. Ha
colaborado en los periódicos La Nación , Clarín y La Prensa ,
entre otros. Sus más recientes libros de cuentos son Los reyes de la fiesta,
y otros cuentos con cierto humor (2015) y Para defenderse de los escorpiones, y otros cuentos insólitos (2018),
ambos publicados en Madrid por Apache Libros. El cuento “Terapia exitosa” fue
publicado por primera vez en el volumen Existe
un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza, (Barcelona,
Ediciones Carena, 2005, 356 págs.) Precisamente este cuento
es el que les traigo hoy. Para disfrutar … como siempre …
E Mail: fersorrentino@gmail.com
TERAPIA EXITOSA
1
—No hay nada peor que reprimir —me había dicho el
psicoterapeuta, profesional de abdomen generoso y mirada severa.
Y es verdad. Yo reprimía y reprimía. Y volvía a
reprimir. Era un reprimido, todo yo era una gran represión.
Era la persona que nunca opinaba, que nunca se
atrevía a emitir un juicio cualquiera, a decir “No estoy de acuerdo”, a decir
“Tengo otro punto de vista”, a decir “Me inclino por esta idea”. Esas osadías,
ni pensarlas.
Pero lo más triste era que ni siquiera me atrevía a
estar de acuerdo. No tenía valor para expresarme, para manifestar una
exteriorización cualquiera.
A fin de no atraer sobre mi persona las miradas
ajenas, siempre fingía estar de acuerdo con todo el mundo: para
lograrlo, me bastaba con hacer una ligerísima inclinación de cabeza.
Pero a la noche, estando en casa y, más
específicamente, en la cama, no podía conciliar el sueño.
Me veía bajo la metáfora de una acumulación de
frustraciones que pugnaban por escapar de mi cuerpo. Y, aunque yo era flaco de
total flacura, sin un gramo de grasa, con la piel pegada a las costillas, me
percibía a mí mismo como un ánfora redonda y panzona, a punto de reventar a
fuerza de represiones.
—No es saludable que usted reprima sus opiniones
—insistía el psicoterapeuta.
A esta altura del relato debo confesar que, tras
cuatro décadas de represiones, me decidí a consultar a un psicoterapeuta.
El tratamiento resultó prolongado y costoso
(especialmente para mí, que en esa época era un modesto profesor de castellano
y literatura: es decir, un individuo que trabajaba mucho y ganaba muy poco).
Pero debo confesar que valió la pena: pocas veces invertí con tanta utilidad mi
plata. No puedo describir con términos científicos en qué consistía la terapia:
sí debo declarar que su éxito fue total.
La idea directriz del psicoterapeuta era:
—No reprima sus opiniones. Opine, diga siempre lo
que sienta. Exprésese, grite a los cuatro vientos lo que se le dé la real gana.
Cuando llegue a esta cúspide, usted será un hombre nuevo. Libre de represiones,
libre de timideces, un hombre, en fin, con mayúscula.
Y agregaba:
—Cuconati, métase esto en la cabeza, y con letras
gigantescas: no diga sí cuando quiera decir no.
Tenía razón.
Los resultados fueron graduales. Nadie debe creer
que, de un día para el otro, salté al ruedo, del todo desinhibido, a lanzar por
el mundo mis opiniones. No: las cosas ocurrieron de la siguiente manera.
2
La primera vez que opiné fue en una reunión de
profesores. Como es fama, he sido ministro de Cultura y Educación, pero, en
aquella época —dos años atrás— sólo era profesor de lengua y literatura. Ni
siquiera ejercía en un colegio prestigioso, como el Nacional de Buenos Aires o
el Carlos Pellegrini: no, era un insignificante profesor en un insignificante
colegio privado que —vamos a decir la verdad— funcionaba, bajo la ficción de un
instituto de fines educacionales, como una grosera empresa comercial.
Como tantas otras organizaciones parecidas, el
colegio se había ajustado al canon de autodenominarse con una frase compuesta
de artículo y un sustantivo “poético” en plural: se llamaba Las Golondrinas,
sin que nadie supiera qué relación podía tener este nombre con ninguna cosa del
mundo.
Nada me cuesta declarar que me considero un
individuo de bastante lucidez y de inteligencia eficaz: ambas virtudes
inmovilizadas o menoscabadas por la terrible timidez que contaminaba todas las
horas de mi vida.
Es cierto. Opiné, por ser la primera vez que
opinaba, con trémulo apocamiento. Esto tuvo un efecto paradójico, algo así como
una ley de mercado: a menor cantidad de opiniones, éstas ganaban en valor y en
consideración.
Como yo nunca había opinado antes de esa reunión, el
profesor Leonardo Andrés López (rector del colegio) y los demás profesores me
escucharon con especial interés, en un silencio profundo y respetuoso que no
habían merecido quienes, desgastándose, opinaban con frecuencia: en general,
por el gusto de hablar, de hacerse oír.
Recuerdo perfectamente cuál fue mi juicio esa tarde.
Opiné que los alumnos Fulano y Mengano, de tercer año y de repudiable conducta,
que, sentados en las últimas filas, se dedicaban a perturbar la labor
pedagógica de mil maneras o guisas, deberían ser trasladados a los primeros
pupitres y, como si esta represalia no fuera suficiente, deberían también ser
separados por, al menos, dos filas de condiscípulos o educandos.
Un cortinaje aprobatorio cayó tras mi última
palabra. Yo no creía que mi idea estuviese revestida de originalidad, pero fue
aceptada casi con veneración.
Me di cuenta de que esta reverencia era menos
homenaje a mi juicio que a mi ponderación como ser humano: me convertí en el
hombre que hablaba lo imprescindible y en el momento oportuno. Al advertir este
efecto, me mantuve taciturno hasta el fin de la reunión.
Al día siguiente el rector del colegio hizo suya mi
opinión. Al entrar en el aula de tercer año, encontré a los censurables Fulano
y Mengano ubicados en los primeros pupitres; dos filas de alumnos constituían
un serio obstáculo para la comunicación entre ambos réprobos.
En la sala de profesores, noté que había ganado dos
admiradores: la profesora de biología (es verdad que gorda y solterona) y el
profesor de música (un joven mimoso, de ademanes amanerados); éste se tomó la
desagradable libertad de besarme en ambas mejillas y me dijo, con énfasis de
sonata romántica:
—¡¡¡Te felicito, Cuco, te felicito una y mil
veces…!!!
Aunque reconfortado por estas muestras de afecto,
yo, desde luego, necesitaba el refuerzo de la terapia y continué visitando al
psicoterapeuta. Así seguí emitiendo mis juicios y liberándome de la represión.
Viajando en colectivo, y sin duda debido a mi afición literaria, mascullaba
entre dientes versos clásicos adecuados para el caso.
Tomando la personalidad de Francisco de Quevedo,
cuchicheaba:
No he de callar, por más que con el
dedo,
ya tocando la boca, ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo.
Otras veces, recordaba a José Hernández:
Yo he conocido
cantores
que era un gusto el escuchar,
mas no quieren opinar
y se divierten cantando;
pero yo canto opinando,
que es mi modo de cantar.
A partir de entonces, abandonando mi parsimonia en
la emisión de juicios, tomé un nuevo hábito: en la sala de profesores me
dedicaba a expresar mis pareceres sobre todos los temas del mundo.
Jamás discutía, jamás me acaloraba. La frialdad y el
desapasionamiento con que puntualizaba mis asertos eran la garantía de su
verdad. Exponía mi juicio y callaba. Con esto daba a entender que no existía en
el mundo fuerza capaz de modificarlo. Y que, si yo había manifestado tal
opinión, era porque estaba escrupulosamente meditada: era, por lo tanto,
incontrovertible.
Así lo entendían mis colegas, que guardaban
silencio.
3
Ese mismo fin de año, el profesor Leonardo Andrés
López se jubiló. La rectoría del colegio quedó vacante. En la sala de
profesores los docentes ensayaron conjeturas sobre cómo y quién iba a cubrir el
cargo.
Debo decir que la propietaria del colegio me convocó
a su despacho para ofrecerme el puesto de rector.
Esa mujer —estado civil: abandonada— se llamaba
Nadia Avérnica Taboada.
Habría resultado un personaje ridículo y grotesco
—y, por ende, con algún atributo simpático—, si no fuera que la caracterizaban
la deshonestidad, la codicia, la hipocresía, la tacañería enfermiza, la
desconsideración hacia el prójimo.
Su edad excedía los cinco decenios bien contados,
pero cierta vez —para mí, inolvidable— había declarado:
—Jamás he oído tal cosa, en los treinta y tres años
que llevo vividos…
Obsesionada por los estragos del tiempo, se vestía
como una jovencita que aspirara a un puesto de honor en la constelación del
puterío universal: pollera apretada, para marcar las curvas de las decadentes
nalgas; corpiño ferozmente opresor, que le levantaba dos hipertrofiadas pasas
de uva blancas. Por ser cabezona y de hombros muy estrechos, algo tenía de
títere o de monigote. Usaba larguísima cabellera teñida de rubio platinado que,
por contraste, ponía aún más en evidencia el arrugado mapa de su rostro.
Transpiración y cosméticos se conjuraban en un tufillo rancio que siempre iba
con ella.
Decía, entonces, que Nadia Avérnica Taboada me llamó
a su despacho para ofrecerme el puesto de rector.
Llevado de antiguos vicios represivos, estuve a
punto de aceptar la rectoría (para la que no sentía la menor vocación), cuando
recordé el consejo del psicoterapeuta: “No diga sí cuando quiera decir no”.
La propietaria, sentada del otro lado del escritorio
vidriado, daba por segura mi aceptación.
—Muchas gracias —le dije—. Me honra su confianza.
Pero mi respuesta es no.
Desconcertada, abrió muy grandes los ojos verdes:
—¿Pueden conocerse sus razones, Cuconati? —había
como un óxido en su voz.
Por supuesto que podían conocerse. Bajo la guía
interior de mi psicoterapeuta, fui breve y contundente. Le dije que, a mi
juicio, el rector de un colegio privado no es otra cosa que una suerte de
lacayo —de traje y corbata— de la entidad propietaria: un pobre diablo que,
además de sobrellevar esa servidumbre, debía al mismo tiempo lidiar con el
carácter díscolo y conflictivo que es el sello de fábrica del docente
argentino, y, como si fuesen pocas desdichas, debía tratar también con los
abominables padres de los no menos abominables alumnos, que suelen creer —y
hasta con razón— que los docentes pertenecen a su personal de servicio.
Todo esto lo dije sin levantar la voz, en un tono
monocorde y distante que confirió al discurso la pátina de verdad definitiva.
Muy seria, me preguntó si yo realmente
pensaba así.
—Exacta y literalmente así —le respondí—. Más aún:
estoy convencido de que el profesor López, ahora jubilado, fue un pobre pelele,
un infeliz que siempre me hizo recordar el verso de Mano a mano, tango
de Celedonio Flores: “como juega el gato maula con el mísero ratón”.
—¿Gato maula…? —repitió—. Por favor, Cuconati,
exprésese con claridad, no lo entiendo…
—Quiero decir que el profesor López fue siempre una
especie de mísero ratón en las garras del gato maula. Y el gato maula viene a
ser usted.
Preguntó si yo la llamaba gato maula a ella.
—Gato maula era el término con que se refería
a usted el profesor López. Siempre a sus espaldas. El pobre es tan cobarde, tan
mísero ratón, que jamás se habría atrevido a decírselo en la cara.
Por suerte, no me preguntó cuál era mi propia
opinión sobre ella. De haberlo hecho, se habría encontrado con que, comparada
con mi juicio, la expresión gato maula podía tomarse como un himno de
alabanza.
Quedó agradablemente sorprendida por las
informaciones que yo le había suministrado sobre el idiota de López. Acaso por
tal razón, la charla continuó luego por carriles amables y, sin duda por lo
mismo, fingimos despedirnos con cordialidad.
4
Todavía no dije que a mí me interesaba mucho más la
cultura que la educación, y la literatura sobre todas las demás expresiones
artísticas.
Por aquel entonces, yo tenía publicados cuatro
libros de cuentos y solía colaborar con ensayos literarios en los suplementos
culturales de La Nación
y de La Prensa.
Parece ser que, como una palabra trae la otra, y
ésta una tercera, la Taboada
se ufanó, ante algún jerarca del Ministerio de Cultura y Educación, de contar
entre sus empleadillos a un sujeto como yo. Después, para que la glorificación
fuera mayor, me adornó con elogios que en verdad la prestigiaban a ella.
—Cuconati —me dijo—, gracias a mí, seguramente van a
ofrecerle un puesto en el Ministerio.
En efecto, fui citado desde el Ministerio para
sostener una entrevista con un funcionario del que sólo recuerdo que se llamaba
Blasetti y era semánticamente barroco y fonéticamente ceceoso. En
representación del señor ministro, y por las referencias que le había dado la
señora Taboada, el funcionario me ofrecía el cargo, espléndidamente remunerado,
de subsecretario de Expresión Literaria: este organismo acababa de crearse en
virtud de la ley de reducción de gastos del Estado.
Antes de aceptar, le dije que quería saber con
exactitud cuáles serían mis atribuciones, mis derechos, mis deberes y mi campo
de acción. De este modo dejé sentado un principio: yo no era uno de esos
muertos de hambre que aceptan cualquier puesto, con tal de que sea bien pago.
—Me parece una objeción muy razonable —respondió
Blasetti, y, sin dejar de exudar zetas, llamó gongorinamente por el teléfono
interno a su secretaria—: señorita Susana, concédame la merced de decirle al
profesor Cersósimo que me acerque las siguientes certificaciones…
Cersósimo (tenía aspecto de llamarse Cersósimo: su
cara tenía algo de trapezoide mayor en el que estuvieran inscriptos cinco o
seis trapezoides menores) trajo dichos papeles.
Eran unos bonitos folletos, en papel ilustración y
en colores, que —según me explicó Blasetti— describían en detalle la estructura
y los alcances de la
Subsecretaría de Expresión Literaria.
—Permítanme veinticuatro horas para estudiar el tema
—dije, y me retiré a casa.
Con dos sonrisas gemelas, pero de distinta jerarquía
burocrática, me despidieron Blasetti y Cersósimo.
El folleto resultó una suerte de antología de la
nada. Se prodigaba en cuadros sinópticos, flechitas, círculos, llaves y
cuadraditos que, en verdad, carecían de significado. Se veía que estaba
redactado por una licenciada en ciencias de la educación.
Por ejemplo, el pasaje correspondiente al subtítulo
“Metas, fines y propósitos de la Subsecretaría de Expresión Literaria” comenzaba
así: “Los objetivos generales reposan en aumentar el caudal literario de la
escritura y desarrollar el pensamiento crítico de los integrantes de la muestra
estadística de adultos de ambos sexos a través del análisis de los textos
adecuados según evaluaciones objetivas de profesionales calificados”.
Al otro día regresé al Ministerio. Llevaba mi
aceptación, pero también muchas salvedades, en un documento que había redactado
la noche anterior:
—Para no continuar tirando la plata a la basura
—sentencié, entregando el documento a Blasetti—, es imprescindible desmantelar
las siguientes oficinas y despedir a tales y tales funcionarios…
Según mi plan, desaparecerían, entre otras muchas,
tres gerencias: la Gerencia
de Textos Épicos o Narrativos; la
Gerencia de Textos Líricos o Poéticos; la Gerencia de Textos
Dramáticos o Teatrales. De acuerdo con el organigrama que me habían
suministrado, cada una de ellas se ramificaba en múltiples subgerencias:
Subgerencia de la Novela ;
Subgerencia del Cuento Brevísimo o Minificción; Subgerencia del Cuento Breve o
Cuento Propiamente Dicho; Subgerencia del Cuento Largo o Relato con o sin Final
Abierto; Subgerencia del Relato Largo o Nouvelle; Subgerencia de la Novela Tradicional
con Narrador Omnisciente en Tercera Persona; Subgerencia de la Novela Tradicional
con Narrador Protagonista en Primera Persona; Subgerencia de…
Blasetti dijo que iba a “transmitir mi inquietud” y
entregar “dicho actuado” al señor ministro. Y agitó mis papeles, identificando
así, en un solo ente, inquietud y escrito.
Desde el interior del ascensor oí sonar la
campanilla del teléfono de mi departamento; por eso me apresuré a entrar y a
atender antes de que cortaran. Era Blasetti: increíblemente, el ministro estaba
de total acuerdo conmigo, me felicitaba por mi sinceridad y por mi
“ejecutividad”, y me invitaba a hacerme cargo de la Subsecretaría de
Expresión Literaria dentro de dos días.
Para no extenderme en detalles administrativos, sólo
diré que asumí el cargo. No tardé mucho en convertirme en un funcionario
eficiente, rápido y hasta valorado.
(Por fortuna, no me gané la animadversión de ninguno
de los ciento sesenta y cuatro funcionarios que, a causa de mi solicitud,
fueron despedidos de la
Subsecretaría : antes de que transcurrieran tres días, todos
ellos fueron reubicados en la
Subsecretaría de Carnaval, Carnestolendas, Corsos, Rey Momo,
Bailantas y Festejos Populares Afines que las cámaras de Diputados y Senadores
acababan de crear en virtud de una ley de prioridad nacional.)
Desde ese día fui acostumbrándome a la vida de las
esferas oficiales. Cumplí una suerte de cursus honorum y anudé amistades
influyentes. Llegó el momento en que asumí la titularidad del Ministerio de
Cultura y Educación.
Al tomarme juramento, pude, por primera vez en mi
vida, estrechar la mano de un presidente de la Nación. Cuando él
me dijo “Si así no lo hiciereis, que Dios y la Patria os lo demanden”, yo
pensaba que ese sujeto sonriente era una especie de pelafustán de comité, un
inútil que, en una empresa privada, debería agradecer que lo destinasen a
servir café a los empleados. Pero, ahora, era “el presidente de todos los
argentinos”.
Entre los tantos invitados, se hallaban los maridos
y las mujeres de los funcionarios entrantes y salientes. Fui, soy y seré
sensible a la belleza femenina; en un segundo plano, se hallaba la señora
esposa del presidente. No pude menos que echar furtivas miradas de admiración a
la hermosa primera dama. Pensé que, entre funcionarios y políticos, estaba un
poco fuera de lugar: la mujer ostentaba —ése es el término— una belleza
provocativa, como de muñeca de lujo.
5
Al poco tiempo volví a cruzarme con Nadia Avérnica
Taboada.
Se trataba del día inaugural del Vigesimonoveno
Congreso de Propietarios de Colegios Privados de la República Argentina.
Como ministro, tuve que concurrir al Alvear Palace Hotel para “dejar abiertas
las fructíferas jornadas”, según dije en mi discurso.
Luego hubo un refrigerio con mil y un entremeses y
bocadillos, y bebidas gaseosas y vinos blancos y tintos.
Por casualidad me encontré en un aparte con la Taboada.
—Hola —me dijo, haciéndose la juvenil—. ¿Cómo te va,
Cuconati? ¡Quién te ha visto y quién te ve…! De modesto profesor a encumbrado
ministro.
Aunque, indirectamente, yo le debía mi elevado
cargo, no sentía hacia esa mujer la menor gratitud.
Al ver de cerca el rostro estriado, la sonrisa
hipócrita, los malvados ojos verdes, un tropel de aciagas memorias me
entenebreció el pecho. Recordé sus acciones perversas, su altanería, su
mezquindad, su ignorancia, su egoísmo, su avaricia atroz, su desconsideración
hacia el prójimo, su vacuidad espiritual… Recordé su implacable deshonestidad,
hija de la codicia.
Advertí que me miraba medio de reojo, con la cara
inclinada y una sonrisa que pretendía ser cautivante: ¡buscaba seducirme!
Pensé: “A vos no te toco ni con un palo de escoba”.
Clavé mis ojos verdes en sus ojos verdes:
—En primer lugar —le dije, con la elocuencia que
otorgan las heridas profundas—, nosotros siempre nos hemos tratado de usted: no
veo ninguna razón para que se tome la libertad de tutearme. En segundo lugar,
lo correcto es llamarme Señor ministro y no Cuconati. En tercer
lugar, nunca he sido un modesto profesor, sino un excelente profesor de lengua
y literatura. En cuarto lugar, le diré que usted nunca me cayó simpática y que,
en realidad, guardo hacia su persona tres sentimientos que prefiero callar.
Introduje este enigma para que me hiciera la
pregunta:
—¿Qué tres sentimientos? —el gesto crispado, los
ojos desafiantes—. Dígalos, si se atreve.
Yo no deseaba otra cosa:
—Para satisfacer su curiosidad, le confieso que
siempre he experimentado hacia usted asco, desprecio y odio.
Sonreí con beatitud.
Dio media vuelta y se alejó. La seguí con la vista y
pude ver que se metía en el baño de damas.
Ésa fue la última vez que hablé con Nadia Avérnica
Taboada.
6
Como ministro de Cultura y Educación yo trabajaba
muchísimo.
De la misma manera actuaban los demás funcionarios.
Subsecretarios, secretarios y ministros se hallaban siempre en movimiento.
El presidente de la Nación también, pero mucho
más. Corría de aquí para allá y de allí para acá. En medio siempre de una
multitudinaria comitiva que se trasladaba en decenas de automóviles, no
descansaba un segundo: a las diez de la mañana descubría, en la plaza de Mayo,
sendos bustos en honor a Ronald Reagan y Margaret Thatcher; a las once recibía
en la Casa Rosada
al embajador de la
República Transoceánica de Zambaweti; a las doce y treinta
compartía un almuerzo de choripanes con los habitantes de la villa miseria El
Jolgorio de Soldati; a las quince y treinta daba el pelotazo inicial de un
partido amistoso de vóley entre los clubes Estrella de Chacarita y Fulgor de
Colegiales; a las dieciocho tenía cita con su sastre para probarse nuevos
trajes; a las diecinueve debía ser acicalado por su peluquero personal y
someterse a los servicios de una manicura; a las veintidós concurría al Teatro Colón
a presenciar un recital de rock pesado que brindaba un grupo de alumnos del
Colegio Los Tamarindos Primaverales…
Desde que asumí como ministro me vi obligado a
frecuentar todo tipo de recepciones y reuniones sociales. En ellas conocí
nuevas categorías de personas “importantes”, en un amplísimo abanico de
variedades.
7
Fiel al psicoterapeuta, yo continuaba opinando.
Pero, acaso porque era un producto de los estudios gramaticales y literarios,
mis opiniones se expresaban con corrección sintáctica y con eufemismos
estilísticos. Ahora bien, me pregunté cierto día, un eufemismo, ¿puede
considerarse opinión sincera?
No supe responderme y volví a experimentar aquella
olvidada angustia de represión.
Tuve que regresar al consultorio del psicoterapeuta.
—Su error —me dijo— consiste en sublimar sus
opiniones. En todo eufemismo, más aún, en toda creación artística, hay un
elemento mendaz, un elemento de ficción e invención. En todo eufemismo, querido
Cuconati, siguen latiendo los vestigios de la represión.
Me miró con tanta severidad, que no pude sostener su
mirada.
—Un eufemismo —agregó, apuntándome con su
índice al entrecejo— no es una opinión íntegra, Cuconati: un eufemismo
sólo es una opinión investida de temor y de inautenticidad.
Bajé la vista y, avergonzado, me escarbé un poco las
uñas.
—De manera —añadió— que el único medio de librarse
de la represión para siempre es emitir sus juicios sin el disfraz del
eufemismo. El eufemismo, Cuconati, no es otra cosa que una figura retórica, es
decir un subproducto de la elaboración literaria, o sea algo cultural y, por lo
tanto, no vital, una creación verbal en que predomina la pulsión de muerte.
Yo estaba asustadísimo.
Me acompañó hasta la puerta del consultorio y luego
hasta el palier y hasta el ascensor. Mientras se metía en el bolsillo el
importe de sus honorarios, concluyó, al modo de una sinfonía triunfal:
—Recuerde, Cuconati, para no reprimirse, la
expresión de sus juicios debe ser auténtica, vital, profunda: debe
exteriorizarse tal como la expresión sube a su garganta y a su lengua. ¡Sin
eufemismos!
Ya dentro del ascensor, vacilé un poco sobre mis
piernas. Pero había comprendido y me sentí revivir.
8
Por aquella época se cumplieron en Buenos Aires las
Terceras Asambleas Ecuménicas de la Latinidad. Las sesiones tuvieron lugar en el
Teatro Municipal General San Martín y, como se sabe, presentaron “ponencias”
intelectuales de los países que tienen como oficial o alternativa cualquiera de
las lenguas procedentes del latín.
Por obligación de mi cargo, tuve que asistir a la
jornada inaugural y a la jornada de clausura: ambas me parecieron insensatas y
onerosas. Un expositor X leía en voz alta un papel que otros asistentes Z bien
podrían haber leído en sus casas; a su vez, los oyentes no prestaban la menor
atención.
Pero, en fin, terminaron las Asambleas y los
intelectuales regresaron a sus países.
Como secuela, hubo —unas noches más tarde, en
salones del Hotel Sheraton— una reunión social con el cuerpo diplomático de los
países “latinos”. Las naciones representadas eran cerca de treinta, la mayoría
hispanoamericanas; pero también se encontraban representantes de España,
Portugal, Francia, Italia, Rumania… Hasta había un filipino hispanohablante,
que con sus reverencias e inclinaciones de cabeza me hizo recordar a un
correcto tintorero japonés en el momento de entregar un pantalón recién
planchado.
El presidente había decidido instituir el Día de la Familia Latina.
Por ese motivo, en la reunión se hallaban no sólo los diplomáticos sino también
sus cónyuges e hijos. Largas mesas cubiertas de manteles blancos exhibían
deliciosos entremeses y abundantes bebidas. Todo el mundo picoteaba bocaditos y
empinaba el codo.
De pronto, empecé a sentirme de mal humor. Esto
suele ocurrirme con cierta frecuencia, sin que al principio conozca la causa.
En seguida me di cuenta de que, entre varios
factores simultáneos que me infundían ese brusco mal talante, quienes en
especial me sacaban de quicio eran dos niños de unos ocho o diez años: sin un
instante de respiro, gritaban, corrían y hacían gambetas entre las piernas de
los adultos. Siempre he aborrecido el ruido y la agitación.
Casi al mismo tiempo, el azar quiso que me
encontrase frente a la dottoressa Caterina Bertone dell’Infantino, mujer
relativamente bonita, graduada en lenguas clásicas en la Universidad de
Bolonia. Estas cualidades me habían predispuesto en su favor. Cumplía las
funciones de agregada cultural en la Embajada de Italia.
La había conocido en reuniones anteriores y hasta
habíamos alcanzado a conversar sobre Sófocles y Virgilio. La dottoressa
era una autoridad en griego y en latín. Hacía muy poco que se hallaba en el
país; se expresaba en un español estrafalario, en el que no sólo diferenciaba
entre eses y zetas sino también entre elles y yes.
Al estilo europeo, nos saludamos con un beso en cada
mejilla. La dottoressa era la mismísima madre de uno de los dos niños
que corrían y proferían alaridos. Lo supe porque, justamente en ese momento, el
párvulo en cuestión acababa de encapricharse: de un modo inadmisible entre
personas civilizadas, requería la atención de su madre gritando —en un italiano
no petrarquesco— y tironeándole del vestido y del brazo.
Yo sentía tentaciones de asestarle un golpe en la
cabeza.
Por otra parte, el aspecto del niño no inspiraba
piedad ni simpatía. El rostro burdo, la nariz ancha, la baja estatura y el
físico rechoncho me hicieron pensar en un jabalí.
—Este pequeño niño es Gino, el mi hijo más pequeñito
de los tres chicos —canturreó Caterina.
Mecánicamente, estuve a punto de inclinarme para besarlo,
cuando recordé el consejo del psicoterapeuta, y obré en consecuencia:
—No pienso besarlo, dottoressa —dije, sin
perder mi sonrisa—. Su hijo es insoportablemente travieso y maleducado, y me ha
causado una pésima impresión. Además, es muy feo, con esa cara de tano bruto
que tiene.
Caterina era menos versada en español oral que en
filología clásica. Dibujó una amplia sonrisa y me contestó:
—Tante grazie, gentilissimo signor ministro.
A lo que respondí:
—Prego.
Una suerte de reducido tumulto indicó que acababa de
llegar el presidente de la
Nación. Con su habitual jovialidad, iba desplazándose de uno
a otro grupo, para saludar a cada persona y formular algún comentario
simpático. A su alrededor, como un círculo que se contrajese y se dilatase una
y otra vez, marchaban diez o doce funcionarios obsecuentes: de manera
sistemática, festejaban cada una de las ocurrencias del primer magistrado.
Dije antes que yo albergaba una paupérrima opinión
sobre este pelafustán de comité. Debo reconocer que poseía cierta elegancia
natural y que se vestía con buen gusto y sobriedad. Gozaba de cierta fama (que
lo enaltecía) de hombre exitoso con las mujeres.
Justamente, lo acompañaba su esposa, a la que yo
sólo había visto una vez, y de manera fugaz, la tarde en que juré como
ministro; en aquella ocasión me habría gustado saludarla, pero todo ocurrió de
modo un poco caótico y no hubo oportunidad de hacerlo. Ahora pude verla de
cerca y en detalle.
Mi juicio admirativo de aquel día se confirmó con
creces. Era una mujer de unos treinta y seis años, alta y morena, con
torrencial cabellera que temblaba en montón, de piel aceitunada y perfecta en
su tirantez, de grandes ojos oscuros con largas pestañas negras, pródiga de
curvas elogiables y equilibradas, con maravillosos pechos redondos y
levantados, con armónicas y fascinantes caderas, con nalgas duras y firmes,
merecedoras de la mayor ponderación, con magníficas piernas doradas, con un
hermosísimo rostro de italiana voluptuosa, con una hechicera sonrisa blanca
entre los gruesos y rojos labios… ¡Oh, demonios!: un aura de sensualidad iba
con esa mágica mujer de vestido color de marfil…
El presidente y ella se detuvieron ante mí. El
séquito de obsecuentes y otras personas se congregaron a nuestro alrededor para
contemplar el espectáculo y oír el diálogo.
El presidente estaba haciendo las presentaciones:
—El doctor Florencio Cuconati, ministro de Cultura y
Educación… Mi mujer, Wanda Zavatarelli…
—Hola —nos dijimos—. Mucho gusto.
Nos acercamos un poco y su perfume erótico casi me
derrumbó allí mismo. Según el estilo argentino, nos dimos un beso en el aire y
nos rozamos apenas mejilla contra mejilla.
Esta caricia resultó suficiente para provocarme una
erección instantánea. Con disimulo, estiré hacia abajo los extremos inferiores
del saco.
El presidente se mostraba locuaz. De acuerdo con su
costumbre, peroraba con vaguedades, de modo insustancial, con muchos adjetivos
y adverbios, sobre los nobles pueblos que egregiamente encumbran su cultura y
privilegian sabiamente su educación, valores que no sólo constituyen un
preclaro derecho sino también un deber de todo ciudadano consciente y
preocupado por la marcha de la cosa pública… Etcétera, etcétera.
—Imaginate, Wanda —dijo, levantando la voz, para
Wanda y para los demás circunstantes—, que el empeñoso doctor Cuconati,
insistiendo, insistiendo, con la tozudez del agua que horada la piedra,
consiguió que, finalmente, aumentáramos de modo drástico el presupuesto para
las bibliotecas públicas…
Mentira de cabo a rabo: ni se había aumentado ningún
presupuesto ni yo había pedido nada.
—…perseverancia que, naturalmente, habla loas de la
contracción al trabajo del doctor Cuconati y de su esfuerzo al servicio del
pueblo que confía en él.
Hizo una pausa de efecto teatral, pues deseaba
concluir el diálogo con una de sus bromillas:
—Doctor Cuconati —dijo, guiñando un ojo y
dirigiéndose a la vez a mí, a su esposa y a todos los presentes—: ¿con qué
pedido se va a despachar ahora para el Ministerio, aprovechando que estoy
distendido y contento…?
—Para el Ministerio, no quiero nada —repuse—. En
realidad, lo que en este momento me encantaría hacer, señor presidente, es
cogerme a su señora.
Esta frase sumió en silencio a todos los que nos
rodeaban y, por lógico efecto, acrecentó la rigidez de mi erección.
El presidente estaba blanco; Wanda, roja, y más
hermosa todavía.
Hay gente que, con su falta de tacto, genera
situaciones incómodas: hubo una especie de movimiento de agitación. No sé
exactamente qué pasó luego. Creo recordar que el presidente tomó del brazo a
Wanda y, sin explicación ni saludo, se alejó con ella. Creo recordar también
que el paralizado círculo de personas atónitas pareció de pronto revivir y al
instante esos atolondrados se dispersaron en todas direcciones, haciéndome
recordar un conjunto de lauchas asustadas. En fin, una escena chocante.
Al verme solo, comprendí que la recepción del Día de
la Familia Latina
había finalizado, y entonces me retiré a casa.
9
Al otro día me convertí en víctima de una
injusticia: fui literalmente obligado a dimitir. En el Ministerio me reemplazó
cierto abogado semianalfabeto, un engreído que, aun subido en la punta del
obelisco, no me hubiera llegado ni a los talones.
Desde entonces, he dejado de participar en política.
Nunca más volví a ocupar ningún cargo público. Ni lo necesito ni lo ambiciono.
Después de haberme extenuado como ministro durante
casi un año completo, ahora prefiero estar en el llano, viviendo más que
holgadamente con mi descomunal jubilación de privilegio, que me corresponde por
“los importantes y patrióticos servicios prestados”.
Ha llegado, pues, el momento de mirar hacia atrás y
de reflexionar.
De haber continuado siendo un hombre que reprime sus
opiniones, hasta el día de hoy habría seguido desempeñándome como profesor de
lengua y literatura en algún ínfimo colegio secundario.
En cambio, gracias al psicoterapeuta, que me enseñó
a no reprimir, gozo de una situación bastante buena: con apenas cuarenta y tres
años, vivo sin trabajar y me dedico a hacer dos de las cosas que más me gustan:
leer literatura y escribir cuentos. Por ejemplo, este que ahora concluye con la
palabra FIN.
Aprovechamos la parada para que nos visitara otra
escritora porteña (por adopción): ANA ROMANO
nació el 1 de febrero de 1944 en la capital de la provincia de CÓRDOBA, y reside
desde la infancia en la
CIUDAD AUTÓNOMA DE BUENOS AIRES. Poemas suyos han sido
traducidos al portugués, italiano, francés, húngaro y catalán. Es profesora de
Francés. Tradujo a dicho idioma el volumen “Breve anthologie” de Luis Raúl
Calvo (Ediciones L`Harmattan, París, Francia, 2012), el poemario “Behering y
otros poemas” de Luis Benitez y textos del libro “Tomavistas” de Rolando
Revagliatti (difundidos en la Red ).
Poemarios publicados: “De los insolentes fantasmas” (Ediciones
Vela al Viento, 2010), “Expiación del
antifaz” (Ediciones La
Luna Que , 2014), y
“Zumbido de guirnaldas” (Ediciones La Luna Que , 2016). Nos trae hoy sus poemas.
E Mail: anaromanopoesia@gmail.com
LUZ
Desde la transparencia
las dos gotas
por decir gotas emergentes
sorprendidas
por decir gotas simultáneas
Ambas
en el evaporarse.
DE DAFNE
Perduran
acodados
los malvones
Improvisadas hebras
se guarecen en el mimbre
Entre los durazneros
la fugacidad de un colibrí
Mientras en abanico
chocolates
patinan vanidosos
la infancia de Dafne
gruñe.
CANTO RODADO
Entre sombras
ebrio
un sueño cabalga
El chico se desabotona
las pesadillas
En el baldío
la vitrola reconcilia
Transfigurado
el hambre.
POR SI
Vigilo el escondite
…por si irradia
versos de una incipiente estrofa que
acaso
engarzaré.
QUE SIGA
Globos que silabean
Flores deshilachándose
Corchos
Mientras aplauden los platos
el timbre articula
su descontento
Fiesta.
PESPUNTE
Ruedan los confusos
aglomerados se quiebran
La musa contempla con ojos rociados
cachetadas autónomas
ante la doncella
desglosándose
Brinca en la fronda
de la algarabía o recoge
los cautivos escarlatas
Los oponentes acometen
Objeta
su naturaleza
el espiral
Alambre ilumina.
Dimos la tradicional vuelta al
Obelisco y la locomotora enfiló para el aeropuerto de Ezeiza. Tenía ganas el
trencito de llegarse hasta la Madre Patria ,
que allí aguardaba ÁNGEL
MEDINA. Vive
en MÁLAGA (ANDALUCÍA)ESPAÑA. Actualmente está jubilado como
Funcionario del Estado. Le interesa la literatura en general y sobre todo
aquello que te conduce a la reflexión. Por ello, sus autores preferidos son los
que contribuyen a la formación del pensamiento, tales como Giovani Papini y
Unamuno entre muchos otros. En lo que respecta a sus novelas tiene varias
publicadas: “El retorno del Caudillo”. “Historias clónicas”. “El amante
clonado”. “El cabreo nacional” y "Vaticano III". Actualmente da
los últimos retoques a la corrección de una nueva titulada "Las
máscaras de la vida". Suele escribir desde poesía hasta ensayos y
relatos breves o cuentos. Nos acompaña hoy con su poesía.
FLOR MUERTA
Despréndete
de las muertas flores
Que el entender
empaña
No dejes que
tus ojo s lloren
Haz la poda
de tus dolores
Es la vida
la que te
acompaña.
Engañoso
el color y
el perfume
Que su hojarasca
enmaraña,
Tonalidad de grises
que resumen
Ladrones
que roban
De tu luz
sus fulgores
Y a tu piel arañan.
Si preciso
fuera, cercena sus ramas
Pues,
apuntando al cielo
No dejan al
ave levantar el
vuelo
Y zahieren toda
calma.
Deja viva solo
del árbol
Entereza y serenidad
como crisol;
De tu existencia, corazón y alma.
PAISAJE
Paisaje
singular,
Admirada belleza.
En la
bóveda
Luceros
tintineantes,
Más abajo
Rojas
cavernas
Descolgándome,
Colinas
que se deslizan
En las
laderas
Que
recortan
Lo
radiante del horizonte.
A
mitad del descenso
Las
fuentes de todo ser.
Sinuosidades perturbadoras
Y una
vez admirado,
Queriendo
recrearme
Me
aproximo
Hasta
el punto del sentir
El aliento de la vida
Tentación
irresistible
Para
acariciar la beldad
Que,
percatándose
Palpita
en el latir de su morar
Comunicándome
el éxtasis
Al
punto,
Cobrando
aliento
Se va desvelando,
Y con
deleite
Me doy
cuenta que
Los
luceros se transforman
En
ojos
Las
redondeces zigzagueantes
En
pechos núbiles
Las
cavernas
En
labios carnosos
Las
laderas en
Contornos
de su talle
Y en
la intersección, la oquedad:
La tentación más acogedora
Eres
tú, mujer
Naturaleza
con formas de criatura.
LÍMITE CONFUSO
No soy yo,
No eres tú,
Yo soy tú;
Tú eres yo,
No somos nosotros.
En los sentimientos del corazón
Ninguno es él o
ella misma
Sino el reflejo del otro.
Nos despedimos de los
amigos de esa maravillosa ciudad y el trencito decidió retornar al andén pampa.
Muchas emociones por un día. Y aquí los espera esta maquinista, con sus cuentos
y poemas (más una minibiografía). Remitir el material a: letrasenelanden@gmail.com
Quisiera pedirles a
quienes han cambiado de dirección de E Mail, que acerquen los nuevos datos,
para evitar que me sean retornados los envíos.
Y será hasta la
próxima!!!!!!!!!!! Un abrazo,
CRIS
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