Editorial

(c) Diseño de portada - Paula Pappalardo



Número 9

QUERIDOS PASAJEROS:

Espero que anden de ánimo en alto y dispuestos a reanudar viaje en nuestro tren literario.  Porque hoy les traigo la obra de un nuevo integrante de esta troupe, que nos viene llegando de la Reina del Plata.
Su nombre es ROBERTO FIGUERAS. Vio la luz en el barrio llamado Palermo de la Ciudad de Buenos Aires, Argentina, allá por el año 1946. Porteño, fanático de Racing Club e ingeniero. Mientras crecían sus dos hijos, por su profesión, residió en diversas ciudades argentinas. Enamorado y buen bailarín de tango, escribe en sus cuentos y novelas, intensas historias de vida. Sus obras fueron distinguidas y galardonadas por la revista B.A. Tango y el Centro Cultural del Tango, en el año 2001. Uno de sus cuentos fue finalista (entre 1124 escritores participantes) en el Concurso "Los nuevos escritores latinoamericanos", participando en su Antología editada en el año 2002. El 9 de mayo de este año, otra de sus obras fue premiada y editada en el Concurso Nacional de Cuento organizado por la Asociación para la Cultura "Manuel del Cabral".  Tres de sus relatos son finalistas (entre 1658 autores) en el Certamen Letras Latinoamericanas a resolverse en junio próximo. Si quieren hacerle llegar algún comentario sobre su obra el E-mail es: rrfigueras@hotmail.com

Araña 

Plácida Argiope dormía boca abajo pues estaba convencida que en esa posición soñaba menos.
Todos los días se levantaba al amanecer para ir a su trabajo en un geriátrico de la calle Venezuela donde, después de varios meses de búsqueda infructuosa había conseguido el puesto de enfermera. Recibía buena paga pero enviaba una parte a su madre, quien vivía con sus dos hermanos en un pueblo cordobés. En ese establecimiento, Plácida se impregnaba a diario con claudicación, agonía, decrepitud, abandono, ruina, imbecilidad y muerte. A primera hora circulaba por los pasillos esquivando los charcos y deposiciones nocturnas, regularmente desechadas allí por los provectos, quizás por preferencia o incontinencia. Luego del cambio de ropa, comenzaba su itinerario por las camas, muchas de las cuales también amanecían cagadas y meadas, y, por más que ventilara abriendo ventanas y persianas, y probara desodorizar con distintos productos, nunca pudo disipar el olor denso e hiriente —no sólo a orín y excremento sino a organismo envejecido, con zonas podridas y regiones de carne corrompida— que permanecía adherido a todas las superficies sólidas. En su memoria quedó grabada la imagen de aquel hombre impedido de caminar, a quien debían mantener acostado. Una mañana, al moverlo de un lado a otro sobre su lecho, ayudando a una mucama para cambiar las sábanas, perdió el pulgar de un pié gangrenado; el dedo, negro necrótico y seco, desprendido naturalmente como un gajo, apareció sobre el lienzo. Plácida sabía de muchos casos similares en los cuales, los tejidos orgánicos descompuestos generaban gases putrefactos, persistentes no sólo en los ambientes del geriátrico sino también en sus remembranzas de aquella época —fuera de ese lugar y aún mucho tiempo después—. Sin embargo, y a pesar de su profesionalismo, el olor más característico y turbador, era aquel que agredía su sentido al ingresar en alguna habitación que confinaba una reciente muerte nocturna. Las instrucciones para esa emergencia establecían que, una vez comprobada la ausencia de signos vitales, debía llamar por el teléfono interno a la supervisión médica para que concurriese a verificar y certificar el deceso. Durante ese lapso su obligación era permanecer en el interior de la cámara (mortuoria, en ese momento) hasta la llegada, siempre demorada, del profesional. La olfación de aquel hedor, durante esos minutos, producía una repulsión visceral y espiritual, inolvidables.
Ese penoso trabajo —que ni pensaba cambiar, por temor a la desocupación e indigencia inmediatas—, lleno de miradas perdidas, sillas y camillas rodantes, muletas y bastones, jeringas rotas y sueros pendientes y tenues luces veladoras, la saturaba. En sus pesadillas frecuentes aparecían escenas del geriátrico o —peor— de su espantosa vida anterior en la provincia natal, que la torturaban y no podía evitar, hasta que despertaba estremecida; entonces dormía boca abajo para no soñar.
Pero necesitaba equilibrar la locura de su mente y lavar, restañar, resarcir el alma, de tanta congoja; inició variados cursos, frecuentó distintos espectáculos teatrales, cinematográficos y musicales, invirtió tiempo en la lectura de diversos autores, asistió a sesiones de diferentes tipos de gimnasia y aprendió a nadar, sin encontrar solución a sus pesadillas recurrentes y depresión inmediata. Pero entre todas las actividades, distinguió y adoptó dos —sugestivas y cautivantes— que colmaban su ser de placer físico y espiritual; después de ejecutarlas, reconocía un bienestar tan intenso en su organismo y psiquis, que no podía (ni quería) dejar de saborearlas, periódica y viciosamente; como consecuencia, su satisfacción y deleite, generaban sanidad cerebral y pensamientos sensatos.
Apenas llegó al recinto humoso sentada y cómoda, se dedicó a contemplar durante un largo rato a todos los hombres; luego desenfocó su visión y dejó que el impulso ancestral y primordial, guiara con grata lentitud —como el pendular de la aguja sobre el cuadrante de una balanza, que, oscilando lenta hacia un lado, volviendo y pasando hacia el otro, al final, se detiene fiel en un punto exacto—, hasta descubrir y seleccionar al taciturno de sus fantasías. Reconoció el rasgo varonil, pero no pudo darle un nombre, ni siquiera recordar en qué circunstancia —fuera de allí— lo había visto. Rostro de hogar frustrado y soltería solitaria, salpicada con amores transitorios, pálido como el de un empleado público o bancario; no torturado por ninguna creencia humana o religiosa; dispuesto a recibir órdenes y a obedecerlas con presteza y sin objeciones; una expresión, en fin, conformista y olvidable. Estudió con atención al sujeto: Cabeza esférica, cabellos negros, encanecidos y húmedos, pegoteados sobre la frente extendida hasta la mitad del cráneo; sostenía sobre las arcadas circulares unas enmarañadas cejas negras y sus órbitas contenían pupilas heladas y azules, calmas como enigmas, cercadas por ojeras azuladas y rodeadas de oscuras arrugas. Entre sus cejas hirsutas nacía la beligerante nariz, recta y filosa como una estaca perforada, custodiada por pómulos altos donde contorneaban irregulares los primeros pelos de la corta barba grisácea con un mostacho erizado y recortado con prolijidad, exponiendo sus morados labios, finos como un surco. Debajo de su camisa negra de algodón y poliéster, tenía hombros altos y cuadrados, pero los brazos extendidos —colgando fláccidos con débiles manos temblorosas—, parecían cintas pendiendo de un travesaño. Los pantalones pinzados color gris oscuro forraban sus piernas largas, combas, tensas y rematadas en pies separados y atentos, luciendo zapatos charolados como espejos. A pesar de los claroscuros del lugar, un rayo de luz iluminaba —señalando con predestinación— su físico estirado como un ciprés; entonces ella podía escrutarlo con prolijidad. La piel apergaminada en la cara exponía grietas, en brazos y manos revelaba manchas marrones y opacas. Su epidermis transpirada presentaba en general un aspecto húmedo, como el de un batracio. Secando con un pañuelo sus gotas de sudor, que resbalaban pintando surcos en la frente, hizo una mueca que pareció una sonrisa macabra. Ese hombre maduro y sin encantos físicos la había atraído. ¿Atavismo de origen desconocido?, ¿Mandato misterioso de la niñez?, ¿Indescifrable misterio congénito?, ¿Deseo transmigrado de una existencia anterior? Cerrando los ojos un instante aspiró los olores nocturnos del lugar e intentó retrotraerse al pasado y la nada de sus recuerdos. Era algo que siempre había sospechado como un acertijo sin resolver en su vida joven. Quizás necesitaba más años y experiencia..., pero no sabía cuánto duraría y ahora estaba aquí, con su inspiración para ascender por la espiral virtuosa. Decidida, toda la voluntad y poder mental que poseía, estaban concentrados en el hechizo. Para compartir aquel prístino y maravilloso ritual, incrustó su mirada fija a través del humo y las sombras convocando al individuo, sin dar opción y hasta que, a la distancia —perturbado por tanta insistencia y persistencia, que parecían un cono enfocado de luz deslumbrante—, él había respondido la demanda balbuciendo en silencio: “¿A mí...?”. Y ella había contestado —acompañando la vocalización con el inequívoco gesto de abrir y cerrar su mano, con la palma hacia arriba—, afirmando sin sonido: “Sí, vení”. Arrobado con la boca abierta y sin reaccionar, sus atónitos globos azules la habían divisado; preocupado y sorprendido por el convite insólito, se tocaba la corbata rayada con gris y negro, ajustando el nudo.
Una sonrisa tenue se extendió por su rostro de piel tersa y sus labios carnosos vociferaron en silencio, emplazándolo con dulzura: “Aquí, ven aquí, por favor”, tenía la audacia de invitarlo. Con una pecosa cara encendida —la sangre había subido a sus almohadilladas mejillas—, soberbia cabellera rubia y lacia como una cascada tranquila, lo provocaba con su mirada transparente, rociándolo con ojos refulgentes de picardía. Recostada en su silla, lucía un ceñido y escueto vestido amarillo, cubierto con un manto de estrías negras horizontales que nacía de la espalda, similar a los dibujos en la piel de una cebra. Exhibía hombros pulidos, brazos rozagantes, pechos agitados y unas torneadas piernas cruzadas, ostentando la mitad inferior de su modelado muslo izquierdo; una fina cadena dorada con dos corazones adornaba su tobillo pendulante y unos zapatos forrados con raso aurinegro haciendo juego con el vestido, de fino taco aguja, cubrían sus pies.
Él, muy consciente de su apariencia, corroída por los interminables días manejando sin destino y las infinitas noches sin dormir, pero aún más horadada por la amargura de una soledad desesperanzada en los últimos diez años; ni soñaba con poder conversar siquiera con aquella “minita” —tan joven que podía ser la mayor de sus hijas—, más cercana a la ilusión intangible y próxima a la mujer de sus deseos perdidos. Flotando en éxtasis caminó hasta ella, pero, su tránsito se cruzó con la desconfianza y el ridículo que lo hincaron con sus punzones; entonces escondió esa benignidad cariñosa entre los pliegues del recelo, hasta comprobar cualidad e intención del llamado. Su máscara curtida de conductor indiferente brotó por los poros de su rostro, recubriéndolo al plantarse frente a la mesa. Ella sintió la presión de esas esferas azulinas despiadadas que pretendieron hipnotizarla, tratando de adivinar sus pensamientos y sus pretensiones. Luego de mirarla en silencio (como había hecho miles de veces por su pequeño espejo), percibió en el fondo de aquellas pupilas jóvenes —con años de vasta experiencia para advertir las sugerencias (y en algunos casos, demandas urgentes) de innumerables amoríos, consumados a la sombra de alguna cortada desierta—, el designio puro, vergonzoso e inconfesable. Rió a carcajadas, descubriendo una lengua rojiza en la punta, sensual, movediza y rijosa. Su mirada se transfiguró: ahora era contemplación directa, libidinosa y procaz.
Ella se entusiasmaba con la risa que los comunicaba y aceptaba que esos ojos lamieran con fuerza carnal, frotando, tallando, y dejando un rastro de saliva fresca en toda la piel de su cuerpo. Y disfrutaba. La pulsión dominaba sin poder explicar su origen (o sí), pero inconfundible sentía en su interior el vigoroso núcleo vibrador y excitador, del cual no podía escapar y su mente quería aprovechar. Suspiró pensando: “Aquí soy admirada y deseada por muchos hombres, afuera soy soñada y amada por algunos, pero ahora aspiro a ser gozada por este hombre único, que produce en mis entrañas un intenso escozor y me magnetiza”.
Aún congestionado por su risotada, inclinándose tentador hacia ella, por fin, él habló con voz suave: — Me llamaste, linda. Aquí estoy, para servirte. Nerviosa y complacida, respondió: — ¡Gracias!, me gustaría bailar —y se incorporó alisando el vestido sobre sus nalgas respingadas que descendían en pronunciada curva hasta el nacimiento de los muslos firmes, agregando sin dar alternativa: — He contemplado ¡y admirado!, la elegancia de tu estilo varonil para danzar. Él, con una leve reverencia abrió su brazo largo hacia la pista, replicando:   Este fanático, agradecido.
Diestro bailarín, la abrazó con delicadeza y —aunque ella, empinada sobre la punta de sus zapatos apenas llegaba con su frente hasta la mejilla—, con certeza, guió a la joven excitada por las milongas picarescas y tangos cadenciosos, sin liberarla durante las cortinas musicales que interrumpían los temas encadenados. Ella lo seguía con su corazón brincando y extremada concentración para no perder el paso de ese ser apetecido, que, además, era un eximio milonguero; en las pausas entre temas alternaba su respiración con hondos suspiros que levantaban su pecho. Con una irresistible simpatía, espontáneamente exclamó: — ¡Me encanta bailar con vos!, me siento protegida y querida entre tus brazos —lo abrazó efusiva—, ¡quiero disfrutar bailando más! —continuaron con su danza armónica durante series pugliesadas, troileanas y hasta piazzollescas. Él implacable, buscando límites (que no deseaba encontrar), respondió con su lenguaje corporal: ajustando los torsos con el abrazo, comenzó a manipular el carnoso cuerpo, dibujando figuras de mucho contacto pectoral con la desenvoltura de un experto; luego, con pasos cadenciosos, sintió el roce de esos muslos en los suyos y el contacto de los vientres. Con ojos rientes dejó que la fantasía complementara mentalmente, aquel enardecer soliviantador de su libido.
Ella sentía la fiebre quemando la piel del hombre y esa sensación le provocaba un hervor sanguíneo que recorría su organismo grácil desde los empeines, marcando el compás tanguero, hasta la punta de los cabellos que parecían enrularse por la acción del calor: era la culminación de uno de sus vicios secretos y predilectos. Su carne satinada se erizó con millones de minúsculos gránulos rígidos, erguidos y sensibilizados; los pechos se tensaron y sus pezones se endurecieron; los suspiros derivaron en cálidas vaharadas de ternura. Continuó suspendida en ese júbilo vivificador durante varias tandas más hasta que, desenfrenada, susurró mientras comenzaba a bailar un nuevo tema: — Quiero irme con vos, ahora. Él padeció un prolongado escalofrío recorriendo su espina dorsal y durante los tres minutos del tango, infinitas sensaciones y pensamientos atravesaron su universo mental, como el estallido de una estrella desintegrándose en innumerables y vertiginosos meteoritos incandescentes que percutían los distintos planetas. No pensó en la historia agotada con su ex esposa, ni en sus tres hijas, ya crecidas e independientes; no era momento para eso. En su cabeza surgieron otros recuerdos, más relacionados con ese contradictorio sufrimiento solazado de ese momento: debió admitir que por su vida adulta habían pasado —dejando vestigios indelebles—, mujeres de diversas categorías y condiciones, pero siempre con edades intermedias, maduras o (reconocía, entre colegas) jovatas. Tuvo que retrotraerse a su juventud bizarra para rememorar alguna adolescente provocativa, como quien estaba estrechando con firmeza entre sus brazos. Había perdido el ritmo y continuó moviéndose mecánicamente hasta el final del tango. En la pausa contempló una imagen radiante y con cordialidad repuso: — ¿Estás segura...?. Serena, con tono claro en su voz y convicción natural, respondió: — Estoy completamente segura, es lo que quiero ahora. Él razonó: “Es una muchacha joven y quiere salir conmigo, ¿cuál es la diferencia con las demás?. Sí, la diferencia está, únicamente, en su juventud desfachatada y cuerpo abundante”.
Salieron, segregados por las sombras humosas de la milonga. Él rodeó con su brazo la espalda abrigada con una prenda negra y caminaron despacio media cuadra; mientras llegaban, señaló con el índice: — Ése es mi compañero de soledades durante muchas horas diarias, lo compré en cuotas, con parte de la indemnización que me dieron cuando cerraron la fábrica. El resto del dinero lo gasté en el bulín, donde vivo desde que volví a la soltería. Cuando subieron al destartalado taxi —mudo testigo de sus efímeros contactos sexuales—, preguntó: — ¿Y ahora, adónde vamos preciosa?. Ella se acercó sugerente y lo besó, primero tierna y luego —entusiasmada—, con lascivia, recorriendo con su lengua toda la boca con particular sabor a tabaco y enredándose con la otra pulposa, que encontró agazapada, en un juego lúbrico de avances y retrocesos. Satisfecha provisionalmente, volvió a su lugar e indicó: — A tu bulín... . Él, decidido a no terminar con el sueño, arrancó su auto y en minutos, entraron a la vieja casa de departamentos ubicada en aquel tranquilo y desolado barrio porteño. Subieron al antiguo ascensor encajonado por arabescos metálicos y paredes de alambre tejido, todo pintado de negro mate, que ascendió parsimoniosamente, como si en su interior el tiempo transcurriera más lento. Bajaron e ingresaron al pequeño ambiente, oscuro y frío.
Durante el trayecto en automóvil y la lenta ascensión, el silencio dominó las acciones, como si se conocieran desde siempre y todo estuviera dicho. Ella conteniendo su incertidumbre y ansiedad; él temeroso de interrumpir con una palabra, la ficción increíble.
Se adelantó para encender la luz empañada del breve pasillo e invitó a pasar; ella sin desabrigarse ingresó al baño cercano y cerró la puerta. Mientras tanto él —con rápido accionar— prendió el velador, recogió y metió en el ropero todas las prendas sucias desparramadas y estiró la cama como pudo, de modo que el aspecto general mejoró; salvo los ceniceros llenos de puchos, varios diarios viejos esparcidos sobre una pequeña mesa y los platos sucios acumulados en la diminuta cocina. Al escuchar el depósito del baño vaciándose, encendió las hornallas para templar el ambiente y calentar agua en una pava llena, se quitó la campera y esperó de pie. Ella apareció envuelta en el abrigo negro que traía, pero con sus medias, tanga y vestido amarillo plegados sobre el brazo izquierdo; colocó prolijamente todas las prendas desplegadas en una silla y acercándose, lo enfrentó con sus ojos chispeantes, la ambiciosa boca entreabierta, el tapado desabotonado y un poco entornado, entre cuyas solapas surgían los nacimientos de sus pechos, luego un misterioso ombligo profundo y más abajo, entre los muslos abiertos, el pubis abultado y ensortijado con vellos rubios. La figura continuaba por las pantorrillas musculosas —con el detalle de la fina cadena dorada y reluciente, en el tobillo izquierdo—, hasta los pies anchos calzando esos originales zapatos aurinegros. Él recorrió la hendidura del abrigo con visión incrédula, deteniéndose en cada región descollante y, sin saber que decir, preguntó azorado: — ¿Querés beber algo... café?. Las pupilas claras destellaron aún más: — Después, ahora quiero beber tu aliento —y, de puntillas, lo abrazó en un nuevo y prolongado beso, metiendo su movediza lengua nuevamente y permitiendo que él encontrara las aberturas laterales y deslizara sus manos debajo del abrigo para acariciar los omóplatos, bajando por su espalda estirada, rodeando la cintura alterada y aferrando, desde abajo y con vigor, sus sólidas nalgas, redondas y tibias. Ella, sin dejar de besarlo, comenzó a menearlas —cadenciosas y atrapadas entre esas manos ávidas—. Un nuevo estremecimiento lo conmocionó, con el último resto pundonoroso de hombre grande, nuevamente recurrió a la sensatez: — Por favor, hermosa paremos un poco..., recapacitemos..., habiendo tanta variedad de hombres, más o menos pintones, jóvenes y viejos, ¿por qué me elegiste?, ¿por qué estamos aquí?. Te reitero: ¿Estás segura de lo que vamos a  hacer?. Completamente expuesta —sólo cubierta con el abrigo— quería abofetearlo y besarlo. Bajó los talones al suelo y recuperando la posición original, contestó, mirando su mano y tomando —uno a uno— sus dedos: — Primero: no sé por qué, pero sé perfectamente lo que siento por vos. Segundo: quiero amarte. Tercero: estoy absolutamente segura de mis decisiones y mis actos. Cuarto: te ruego que no me desilusiones con otro planteo —dicho esto desanudó la corbata, desabrochó el cinturón, bajó los pantalones y subió nuevamente para terminar de desabotonar y sacar la camisa; se despojó del tapado negro y puso todo sobre la mesilla; giró desnuda y con una graciosa reverencia, igual a la efectuada por él en la milonga, invitó al lecho. Él quebró e inclinó el torso hacia delante para encoger su erección embravecida... y bajó sus calzoncillos: el vallado final.
En cuanto se acostaron hicieron el amor de inmediato, sin reflexionar más, sin hablar y como si fuera algo que hubieran acordado horas antes, tiempo atrás; ella lo dejaba hacer, abandonada en el placer que provocaba ese hombre con sus sorpresivas y exquisitas maniobras lujuriosas; cuando estaban enfrentados, cara a cara, se deleitaba saboreando su hálito, aspirando su olor seminal intenso y turbador; buscaba acomodarse para que las pieles de ambos tuvieran más puntos de contacto... . Una erupción de sus profundidades, abriéndose paso incontenible, la calcinó con su lava surgente, retorciéndose en una deflagración de espasmos flamígeros y liberadores. El prolongado estremecimiento acicateó su movilidad, complementando con potencia y energía los movimientos salaces y untuosos de su amante hasta que, luego de la arremetida final y un sonoro estertor, se desplomó gemebundo sobre ella. Inmóviles, disfrutando la paz de su relajación, permanecieron mucho tiempo. Recostado a su lado encendió el enésimo cigarrillo de la noche y ella, despacio y cautelosa, se levantó felizmente embadurnada de saliva, semen y su propio licor —aspirando la combinación de esos aromas, que resultaba embriagante para su olfato—. Mientras caminaba sinuosa hacia el baño, él contempló la armonía de sus formas, únicamente alterada por esas pulposas nalgas, redondas y paradas, que parecían corresponder a otra contextura. Terminaba de sacar del fuego la pava al rojo vivo cuando ella llamó suavemente desde el baño: — ¿Amorcito? —la encontró sentada y despeinada sobre el bidet— ¿Tenés otra toalla? —presto, sacó la anteúltima toalla limpia del ropero y con una sonrisa bondadosa, se la entregó. Ella, mientras se secaba la cola, lo observó orinar en el inodoro e instantes después salió de puntillas y con pasitos cortos, suponiendo que su examen incomodaba. Cuando volvió, ella esperaba tapada hasta la nariz con ojos transparentes y radiantes; apenas acostado sintió el jugueteo de una mano traviesa en su miembro. Una nueva carcajada le brotó espontánea hasta congestionarlo; tosió tres veces y recuperando el aire, exclamó con humor: — ¡Cosita linda, yo soy un gato veterano!, no creo que pueda acompañarte otra vez —ella también se rió y entre sus risas, que despertaron la tonada cordobesa adormecida en Buenos Aires, retrucó: — ¡Pero has demostrado una veteranía digna!, sólo te pido que colabores, sin oponerte, ¿de acuerdo? —le pareció razonable la propuesta de esa muchacha entusiasmada y vivaz: — Estoy de acuerdo, ¡mi alfajorcito cordobés!. Ella acentuando el cántico típico, advirtió gustosa: — ¡ia va’ a ver, porteño culiao!. Y comenzó un ritual de caricias que, luego de algunos minutos (pero antes de lo esperado) produjeron un crecimiento firme y sostenido, aunque aún persistía una indefinición. A pesar de la situación ambigua, que amenazaba desmoronarse; la joven, tenaz, ensayó canturreando un ensalivado arrullo con sus labios carnosos, logrando una rotunda, túrgida y erguida respuesta, que permitió a la amazona acaballarse y —concentrada en su eros, con los ojos fruncidos, la boca abierta, los pechos apretados entre los brazos extendidos, las manos crispadas sobre los muslos muy abiertos y la música en el alma— comenzar, en un despliegue esférico, una persistente danza buscando su éxtasis. Para el gato viejo, la visión de tan soberbio espectáculo produjo una descarga eléctrica en algún punto perdido del deseo en su fatigado cerebro y, por transferencia inmediata, una congestión vigorosa y juvenil en el miembro perdido dentro de aquellas ardientes profundidades —una sensación ya descartada, por las rutinas amorosas, grises y tediosas, de los últimos tiempos—.
Y continuaron, prodigándose cada uno como podía, el maravilloso ballet sensual, hasta que un temblor sacudió el lujurioso e insaciable ser pleno que, por un instante y únicamente para su consorte admirador, irradió brillo iridiscente en su piel perlada de sudor. Nuevas contorsiones y espasmos acompañaron el vuelo íntimo por otra dimensión del voluntarioso partícipe —que sólo logró un saludable y reconfortante regocijo espiritual, acompañado de una tenue sensación genital, que no pasó de un sobresalto, pero él sintió con nitidez y alegría—. Mareada de exaltación cayó exangüe sobre él y, luego de un lapso indefinido, se deslizó al costado, yaciendo boca abajo. Esta vez fue él quien se levantó, entonando a media voz un elogio: “Malena canta el tango, como ninguna...”. Volvió con dos tazas de té caliente y azucarado. Ella con el cuerpo inmóvil como había quedado al deslizarse, giró la cabeza hacia un lado y dijo: — Mi ensoñación no se equivocó cuando te eligió, sos una persona cautivante. Sin conocerme, sin saber casi nada de mí, tu sensibilidad cariñosa y tu cuerpo herido, captaron mi sentir y, más profundamente, el objetivo esencial y excluyente de mi vida: el deseo —hizo una pausa, escrutando atenta, e interrogó: —¿Estás de acuerdo, amor?
Para él, mecánico de mantenimiento devenido en taxista, era una demanda excesiva, a esa altura de los hechos; permaneció bebiendo su té, sentado y silencioso junto a la mesa de luz. Ella levantó su cabeza para mirarlo, interrogando. Eludiendo una respuesta comprometedora, preguntó: — Tenés razón, ¿cuál es tu nombre?. Girando su cuerpo y sentándose al lado, con ambas manos estiró hacia atrás la rubia melena exponiendo sus pechos arqueados y con una sonrisa pícara, tomó con su mano la taza mientras precisaba: — Plácida, me llamo Plácida... ¿ves?, desde mi nacimiento, cuando me bautizaron, estuve relacionada con el dolor y el placer... y así sobreviví hasta esta noche, en la cual te conocí..., ¡para mi placer!
Inquieto por las reflexiones de aquella muchacha —que no alcanzaba a comprender demasiado—, tosco, descarnado y simple, se reprochó: “¡Para qué entraste gil!, ahora viene la perorata filosófica. Pobre piba, debe estar revirada para encamarse conmigo; pero la verdad, es un avión como hembra y como mujer. No tendrá nadie con quien hablar y justo me enganchó a mí. ¡Menos mal que tengo el oído curtido, por las historias que escucho obligado, todos los días en el tacho!”.
Lo sorprendió de nuevo: — Sé que estás cansado, te exigiste por mi incitación; ahora terminarás el té y, bien abrigado, te acunaré con devoción —conmovido por la tierna comprensión del gesto, agradeció con ingenio: — ¡Gracias!, Plácida Placer.
Con suavidad lo acostó como a un niño, arrebujando el cuerpo con la sábana y frazada; exhausto y sin resto, se quedó dormido casi en cuanto ella se separó. La moza bebió su té, apagó el velador y se acostó boca abajo, con pereza animal en su cuerpo complacido, atesorando una de sus intimidades que nunca debería mostrar: el intenso florecimiento de Plácida placentera, su otro arcano.
A media mañana, adormilado emergió del océano azul y tibio. Evocó fugazmente —con una imagen, única y simultánea—, toda la noche. Estaba solo y todo, como lo había dejado. Plácida Placer sólo era otro recuerdo en su vida errante y triste.
En el geriátrico Plácida —olfateando el diario hedor de muerte que había trastornado su mente—, inmersa en una locura fingida y sin remordimientos, cavilaba por saber cuánto duraría su vida, afectada por la infección del esbelto cuerpo con SIDA.

Nuestra segunda invitada viene con tonada cordobesa y es una amiga dilecta: MÓNICA FORNÉS. Nació en Curuzú Cuatiá (Corrientes) y en 1.970 se radicó en la ciudad de Villa Dolores (Córdoba) donde aún reside. Pertenece a "Tardes de la Biblioteca Sarmiento" y es miembro activo de la Sociedad Argentina de Escritores - S.A.D.E. Filial Villa Dolores.  También es una infatigable colaboradora en la organización de los "Encuentros de Poetas" de su ciudad.  Ha publicado en diarios y revistas literarias del país, entre otras: "Democracia" y "Provincia" (Va.Dolores), "Eco de Cristal" (Córdoba), "El Faro" (Chaco), "Versos y algo más" (Rosario), "La Noticia" (Tucumán), "Revista de los Poetas" (San Francisco-Cba.), "Luz Verde" (Chile) y "Hoy Canelones" (Uruguay).  Su libro "GAJOAUSENCIA" Poesía vió la luz en 1.998 y de allí extraje los cinco poemas que hoy podrán apreciar. Si quieren también comunicarse con ella su E-mail es: meztli_59@hotmail.com

     

RONDA


Un grillo festejaba la palabra

bajo la rueda convocante
del poema.

Una lluvia de recuerdos
reblandece el silencio.

El eco de la espera
nos envuelve
con su latido azul.

Y crece el sueño
cimentado en elíptica
geometría;
amalgama articulada
en el vórtice del verbo

Desde el comienzo del cosmos
el poeta
y el pájaro
comparten alas.
                               “GAJOAUSENCIA - DE LA RAÍZ”


REQUIEM PARA PAPÁ

Partiste.
Se quedó la niña de tus ojos
sin la última caricia,
sin el beso de despedida.
Adónde fue tu risa,
tus bromas o tu enojo.
Quien recibirá los abrazos,
los “te quiero”
que quiebran el silencio.
Sobre que hombro
rodarán las lágrimas,
o que pañuelo de ternuras
ha de atesorarlas.
Y de pronto retornas
en el latido tibio del recuerdo
en la herida aún abierta
en la sílabas que te nombran.
Tu niña aferra
con fuerza la promesa
de un cielo de bonanzas.
“GAJOAUSENCIA – DE LA RAÍZ”





TORRENTE

Una gota soy,
solo una gota.
Me arrastras
tras de 
                  cual la creciente.
Y rujo
y bramo
y me deshago
en cascada
                      de espumas.
Me estrello
contra el risco
en astillas
                       de plata.
Y luego,
sumisa, dominada,
mansamente
me olvidas
                       en tu playa.

                                      “GAJOAUSENCIA-DE LA AUSENCIA”

LA CITA

Espérame esta noche.
Llegaré a la hora
en que el reloj se detiene
para darle alas a los sueños.

Seremos uno
                         tierra
                         árbol
                         pájaro y estrellas.

Y en la ronda coloquial
de cada viernes
me mojará tu voz
desde la fuente.                                                       
“GAJOAUSENCIA-DEL BROTE”


LA ROSA ROJA
                                    A mi hija María Laura
Como barro en las manos
del artista que sueña,
va tomando sus formas
tu figura pequeña.

Como el pan de entrecasa
lentamente se leuda
y un perfume en el aire
suavemente se impregna.

Del jardín de mi casa
roja rosa tierna.
Hoy florece a la vida
mi niña
mi pequeña.
“GAJOAUSENCIA-DE LA RAÍZ”


¡Y será hasta la próxima!
¡¡¡SIGO ESPERANDO VUESTRAS COLABORACIONES!!!
Abrazos para todos                            
CRIS