Editorial

(c) Diseño de portada - Paula Pappalardo



Número 25

QUERIDOS PASAJEROS:

Un nuevo encuentro. Una nueva alegría y este trencito paseandero que nos lleva a recorrer los caminos de la Patria, para darnos a conocer a los escritores y escritoras que desde todos los rincones nos quieren dejar su palabra y su mensaje.

¿Qué mejor que comenzar en los andenes del pago chico? para recibir a nuestro primer pasajero EDUARDO SENAC. Ya nos acompañó en las Letras .... Nº 14 y allí los remito para conocer su biografía. Acompaño hoy la "actualización" de la misma. Sigue trabajando en el diario local La Reforma, en la sección Cultura y Educación. En septiembre 04 empezó en el mismo diario la edición del suplemento cultural La Galera. En enero del 2005 publicó el libro (segundo libro) titulado "El vals de duende", y en octubre del año pasado se publicó la segunda edición de su primer libro "Instrucciones para ser un Quijote". Aquí retorna con un cuento realmente interesante. Dato importante para lectoras jóvenes: sigue soltero ¡je!

Ejercicio sobre libre amor



     Una sola casualidad rompería el universo.
     Ella (aunque no lo hizo), me dirá que las circunstancias tienen estructuras inviolables y que en caso de que me quiera será para cumplir mejor con disposiciones escritas en el aire y porque esa es la suma de nuestras existencias. En fin, lo que nos corresponde. Supe que ya no deseaba blasfemar contra el azar, de todos modos una tarea inútil. Además no puedo proceder contra el mundo porque ahora en el mundo está ella. Pero no demasiado. Digamos que esa ventana que está ahí es toda la porción de realidad que recibe.
     La ventana es agradable especialmente al declinar el día o durante largas horas si estamos en el otoño, aunque la luz sea menor. Desde allí puede verse sobre todo un jardín. Sin embargo yo no me sé el nombre de las flores que viven en el patio interno y que respiran silenciosamente y de espaldas, si es que ello les estuviera permitido, a las paredes que les dan abrazo. Supongo, aunque nunca estuve allí, que el cielo debe verse cuadrado desde sus pobres alturas de flores. Es posible que la perspectiva desde el cielo sea recíproca. Asuntos sin interés, sin embargo.
     En todo caso, mi costumbre habitual es ella y luego caminar por este pueblo que tan ruidoso se ha puesto últimamente. Furia para mis amigos, que según ellos, es porque no hay nadie a quien querer. Cada vez que me detengo en una esquina, cualquiera sea, es para cavilar sobre esa opinión, por más que los vecinos detrás de sus persianas me crean en posesión de una larga rareza que me lleva al ridículo. Quizás estas calles anchas confirman de algún modo esa desolación: nadie a quien querer. En cuyo caso, poblar las horas es un trágico ajedrez de intentos y distracciones, demasiado evidente desde atrás de sus persianas. Empero en mí vive ella, y por otra parte, sus ventanas son muy diferentes de la mía.
     En la habitación, además de la ventana y las reverberaciones del jardín que llegan a través, hay una biblioteca que no dura demasiado, aunque ella se sigue buscando en una de sus páginas que según creo ya la encontré. Sé que es mejor callar para no señalar ni el libro ni la página y piense mientras tanto que el autor multiplicado es infinito y que no es Borges, o bien, que Borges vale tanto como cualquier otro. Entonces cuando su fragilidad recorre el pueblo junto a mí y ve las inconveniencias de la realidad, yo debo abrazarla sin que lo sepa, para que no avancen sobre ella los muchos velos de este espejismo.
     Anoche fue que caminamos. Vimos a un tiempo la tristeza persiguiendo a las gentes como asimismo los breves y violentos deseos de la juventud, vimos como todos ellos entraban a un laberinto de juguete buscando los nidos de luces que los enceguecían y se desplazaban por el territorio de las levedades, para volver de él con la misma indiferencia. Vimos motores gritando sus espasmos, tatuajes, el suelo de una plaza cubierto de pisadas que se apoyaban completamente en el mundo, el aire de esa plaza cruzado por músicas rápidas, el desconsuelo de mis amigos porque ninguno de ellos dejaba en paz al silencio, vimos minutos en que se agolpaban los ritmos frenéticos en los rostros hasta que perdían sus rasgos más notables y armaban una ola anónima de caras iguales. Pensé que en cualquiera de esas caras podría verse la historia de todos y Cecilia se estrechó junto a mí con una tristeza insondable que le tomaba la boca, y luego comenzó a darse al temblor como el borde de cada fuego. La sombra deforme de esas vidas llegó hasta nosotros y procedí con literaturas, pedazos de frases, tuve que devolverla a la habitación con ventana. Se acostó despacio, perdiendo de vista la oscura cuerda del horizonte. Luego fue debilitándose su animación mientras le murmuraba en sus proximidades la primera parte de “Ejercicio sobre libre amor”. Y aunque ella ya dormía, yo sentí la populosa gravitación que me retenía en su mismo espacio, un lugar donde fácil fue notar los silencios que fueron creciendo en su cara pero no en su boca, obstinada en decir las palabras de su sueño que yo, no sé por qué, no podía escuchar. Dormía, pero aún en su mano abierta buscaba algo entre la rareza del aire de esa noche, y yo, yo no podía saber nada respecto a este punto, si era algo que buscaba o simplemente una negación expresada desde una capa muy notable de su existencia. Pensé: ojalá que lo que busque sea mi mano.
     A la mañana siguiente caminamos otra vez por el acceso nuevo del pueblo. Un sol redondo, tremendamente redondo, viajaba en su ruta única hacia el alféizar del mundo, y de a poco fuimos viendo la peregrinación de árboles desfilando hacia la ruta, y asimismo hacia los límites del pueblo que morían tragados por esa boca de asfalto y esa ruta que llevaba a otra parte, tal vez para siempre, y por la que ella iría a viajar algún día.
     Hablamos, y Cecilia giraba su cabeza de continuo para mirar con curiosidad palabras que le gustaban. Y muy bien sé que de todas las realidades que atravesamos estando despiertos, esta era una que ella aceptaba y que la alejaba de la tristeza, aún cuando estábamos hablando de tristezas y de las cosas que nunca pasan.
     Al regresar, dos vecinas conversaban agitadamente.
     Esa conversación me devolvió al mundo y mencioné las penas obligadas con que el Conde de Lautréamont fue haciendo su único libro, “Los cantos de Maldoror”. Y esas penas lo fueron tomando de un modo tal que su sola posibilidad literaria fue la diatriba, una prosa por demás colérica, quizás como ninguna otra, pero detrás de ella podía leerse la angustia. Recordé un breve ensayo que había escrito tiempo atrás sobre Lautréamont:

     “... Sabemos además, que toda poesía es una expresión inmediata, pero que los mundos que la rigen son distintos a la imperfecta realidad. No nos es posible conjeturar en que época ni con qué significado se revelará el poema; no depende del poeta, no depende de nosotros. Cincuenta años fueron necesarios para que el mundo lautremoniano incursionara en éste, y aún así, la mera refutación del hombre esconde una operación (como corresponde a toda literatura) mágica. Esto es que salimos tan asqueados y avergonzados de la humanidad que no nos queda otra salida que hacer el bien.
     Una vez derrocado y corrompido el frágil velo de nuestro presente, es fácil suponer la reunión en un comercio de ideas desdichadas que florecen en boca de Baudelaire, de Almafuerte, de Nietzche, de Artaud, de Lautréamont. Todos ellos son muchos y son uno, pululan sobre el estremecimiento del vasto salvajismo de la noche. Del otro lado viven los que rehuyeron a la tempestad y los que contaron las felicidades del mundo, o al menos rimaron con el día. Whitman antes que nadie, Godel, Racine, Francis Bret Harte, Hölderlin, cada tanto. Muchos críticos se han encargado de ellos y creyeron ver una enfermedad del espíritu en los primeros. Pero hay sueños y pesadillas, hay lágrimas y dioses, mujeres y desesperanzas. Todo, sepámoslo o no, gira bajo la órbita desmesurada de la poesía, a veces con la imprecisión de la belleza, otras con la exactitud del infierno.  Sin embargo aún hoy se cree que hubo ausencia de lucidez en la obra de Lautréamont y que Los cantos de Maldoror corresponden a un acceso de demencia.
     Esto es falso. No hay nada mas organizado que la locura de un escritor.”

     Entonces ella dijo que su cara habrá sido gris. Después me preguntó a qué cosas yo le tenía miedo. Aproveché ese momento para observarla con el pregusto del sueño en la mirada, continué viendo y vi los árboles soplando sus sombras cada vez más lejos, vi el sol disgregándose a través de las ramas hasta dar con el suelo de un modo mucho más pobre de cómo daba en su cara. De a poco, el aire fue espesándose para los demás, como si cansara fue abrazando todas las cosas y llevándolas hacia la inmovilidad, incluso al tiempo, atándolo a la cadencia de las piezas de museo. En esos minutos quietos la conversación de al lado se convirtió en un rumor uniforme e insondable, y en ese estado muerto del tiempo y el espacio, los pasos de Cecilia que seguían y la sombra de esos árboles eran el único moblaje del mundo. Sólo en mi interior se producía otro movimiento que se agolpaba en mis sienes como una marea, y dije: “A nada.” Vista desde un costado y a pesar de ello vista contra el cielo, pude comprobar no sólo su retratura y el resto de su bellísima naturaleza, sino también el recorte de un perfil que viaja más allá de su cuerpo, disfumándose como una imaginación, como una órbita que impone su gravedad suavemente, y que construye a su alrededor una visión borrosa que modifica las perspectivas una vez que se ha entrado en esa sujeción. Y de inmediato, vi una extraña niebla que iba apretando mi propio cuerpo y que llevaba mis razones hacia la esperanza. Tal era su fuerza, y pensé en lo pavoroso que sería su ausencia después, mis ojos se habían acostumbrado a la maravilla. No sé por qué se me cruzó la imagen del pensador de Rodín y sus ideas de piedra, y yo repitiendo su posición y en algún punto las ideas petrificadas, y sería a la noche, con Cecilia a mi lado, y entonces lo que pensaba se organizaría en una suerte de ilación fabulosa dirigida por sus ojos ensombrecidos de tristeza, pero de orden para mí.
     Sobre el final del día y en la habitación, a un margen de la ventana estaba entre la media luz y otros libros “Los cantos de Maldoror”. Lo toqué y tomé su peso entre mis manos, pero eso no era lo que yo quería hacer. Me movía esforzadamente y me dije que no era necesario que sus letras vean el aire. Ya sabía lo que en ese libro estaba. Fui, también incoherentemente hasta la ventana y pensé:

Lo que te mató fue la vida,
Lautréamont.
Los asesinos fueron ellos,
los que necesitan ir a dormir para tener sueños.
Ellos son todos.
Amontonados pájaros negros que crean la noche en el día,
tal es la oscuridad que alumbran.
¿Pero qué eras tú, Lautréamont, sino una nada
probándose la máscara de un hombre,
una débil región de esplendores en oposición?
Por eso tu muerte.
Queda demasiado débil el que le pide a dios que le muestre
un hombre bueno y no lo ve.
Entonces,
en Maldoror se fue escribiendo la tarea final de tu conciencia
y tu rencor de sílabas,
se fue construyendo el único aire que podías respirar,
diagramando un imperio que te encerraba.
Pero ese país de páginas fue demasiado frágil,
también,
para las legiones y las hordas de los que duermen sin saber.
Pronto derribaron tu piel:
es una asesina la mujer hermosa que no te ama,
y que no conociste, todo lo contrario.
Entre esa y otras penas, seguir respirando fábulas,
ver los mares como un gran
moretón en el cuerpo de la tierra.
Sin embargo nadie puede abrazar al alba
y en esa imposibilidad están todas las demás.
¿Para qué seguir reprochando a dios su mala imaginación?
Es igual a la de los hombres.
Sus alientos son sombras que discuten,
opacas y dolientes luces que se devoran a sí mismas:
absurdo creer en esta realidad.
Por eso no se puede vivir con ellos.
Por eso se sabía que no ibas a quedarte a esperar la muerte,
Lautréamont.
Una gran tristeza da la libertad.

       Cecilia estaba detrás de mí sin interrumpir mis cavilaciones. Impresionantemente tomó el disco de Mercury para que corra “Ejercicio sobre libre amor”. Entre otras, esa era la distancia que me separaba de Lautréamont, yo pude ver la maravilla y desde allí, edificar una nueva teoría de un universo amable que me aprobaba.
     Luego ella salió un momento, quizás para dejarme solo, quizás porque sabía que esa canción no terminaría jamás y que yo podía ver desde la ventana una media luna palideciendo increíblemente cerca del cielo de noche, en silencio, apenas como un único faro que guía a las almas en esas horas en que cualquiera puede perderse, como un testigo de ojos abiertos ante la historia de la humanidad, y que acaso habrá visto cada vez con una resignación mayor. Observaba nuestras vidas como una feria y ahí estaba yo, o para decirlo mejor, estaba ese algo nuevo que soy ahora sobre la ventana. Sí, porque claramente yo era un aire tibio hundido en un cuerpo que casi no reconocía. Sintiéndome así, como un ilota, un extranjero de mí mismo, es como me he sentido mejor, mirando con la indiferencia que facilita el hecho de estar muy atrás, en un territorio inalcanzable para la mayoría pero no para ella y que se deja llevar impasiblemente por los pies. Desconozco cada parte de la piel que habito, y cuando otros me hablan, sólo veo sus caras y sus movimientos y pienso: ¿a quién le estarán hablando? Yo viajo entre las gentes por inercia, entre pensamientos inmóviles que de una parte a este tiempo están detenidos en Cecilia. Soy nada más alguien que mira, un ojo suspendido sin juicio para nadie, alguien que se contenta con el espectáculo el mundo sin tomar parte. Lo demás es para los otros. Yo no lo quiero. Y en esas horas de quietud en que la lluvia comenzaba a arreciar sin obligarme a cerrar los viejos postigos de madera despintada, mi memoria fue convirtiendo sus pedazos, armando la imagen final que unía sus puntos uno a uno y que avanzaba desde un fondo hasta llegar a la más notable definición: el rostro de Cecilia se agitaba como un temperamento en la oscuridad de mis párpados y así seguiría, hasta el futuro, habitando mis progresivas dinastías de sueño. Yo nada más tenía que seguir ese rostro y dejar que se unan esos sueños y los días. Al este, olvidada, la media luna por primera vez representaba un orden confortable que se orquestaba con la vida. Y allá, mucho más allá, supuse los sentimientos que harían brillar a los ángeles de Swedenborg. Recordé un pasaje:

     “He visto palacios en el cielo tan espléndidos que están más allá de cualquier descripción. Sus pisos altos brillaban como si fueran de oro puro, y los inferiores como si estuvieran hechos con piedras preciosas. Cada palacio parecía más espléndido que el anterior, y lo mismo sucedía con su interior. Las habitaciones estaban engalanadas con adornos tan magníficos que no pueden ser descritos con palabras y que no se ajustan a nuestros conocimientos en artes y ciencias. En la parte orientada al Sur había jardines donde todo resplandecía por igual, las hojas parecían de plata y los frutos de oro, con macizos de flores que con sus colores creaban la sensación de un arco iris. Dentro del horizonte visual había otros palacios que enmarcaban la escena. Así es la arquitectura del cielo, a la que se podría considerar la verdadera esencia del arte, lo que no es una gran sorpresa, puesto que el arte nos viene a nosotros del cielo.”[1]

     Luego pensé particularmente en ese jardín donde yo mismo iba a predisponerme al entresueño, quizás amablemente y con la paciencia que da el cansancio, pero tenderme al fin adormecido y sentir el pregusto de mi propia ausencia, liberado de todo ensayo, quitándome de encima y de una vez el peso del universo.
     Sí, y sería por ese entonces un algo invisible y abandonado,  movido apenas por la marea del viento sobre el jardín, con un oleaje de flores entrecruzándose y silbando sobre mi sueño pero no a mí, sino más bien a la suavidad con que entraba la tarde y sus callejones de otoño que irán tomando todas las cosas hasta darle crepúsculo a los rincones. Por unas horas, por momentos, todo quedaría en una oscuridad espesa vertida sobre ese jardín que impedirá también el paso de los presagios, algo así como una tregua, una carga de estrellas, hasta que un nuevo alba las borre y yo me levante y camine sin importarme, sin peso, como ya dije, mirando las calles y lo que en ellas hay, las literaturas, los patios internos, la cara de Cecilia, que está muchas veces en mi memoria.


Como el pasajero piquense ya estaba acomodado y soplaba un vientecillo cálido bajo el cielo profundamente celeste, la máquina decidió partir con rumbos más lejanos. Y allá apuntó para la zona noroeste. Concretamente la provincia de Catamarca para encontrar a Analía Mabel Pascaner. Nacida en Buenos Aires, reside en la provincia de Catamarca desde 1980. Es profesora de piano y durante varios años se dedicó a la enseñanza (en Bs. As.). Estudió tres años de Psicología en Buenos Aires. Concurre a un taller de narrativa desde el año 2002. Participó en los cafés literarios de la ciudad de Catamarca en los ciclos 2002, 2003 y 2004. Y en los cafés literarios realizados en la Feria del Libro de Catamarca 2003. Participa con lectura de trabajos de autores catamarqueños en diversos homenajes realizados a dichos escritores. Estuvo presente en la Feria del Libro de La Rioja en 2003 y 2004 leyendo textos propios y también con trabajos de autores catamarqueños. Participó con lectura de textos propios en un Hogar de Ancianas y este año espera (junto con el grupo literario) concretar el proyecto para leer en el Hospital de Niños y en otros centros comunitarios. Dictó un taller literario, como experiencia piloto, a un grupo de adolescentes pertenecientes a un colegio de la localidad de Bañado de Ovanta, en el interior de su provincia. Integra el Grupo literario La Cueva, surgido con la gente del taller. Como integrante de ese grupo tiene la tarea de edición, diagramación y es responsable de la primera revista literaria virtual de Catamarca, Escritos en La Cueva. Publicó algunos de sus cuentos en las Antologías Escritos en La Cueva 2003 y 2004. Está próximo a publicarse un libro individual perteneciente a la colección “La Cueva”, serie Adolescentes (además está la serie Niños). De ella traigo hoy tres cuentos, muy muy buenos. ¡A disfrutarla! E Mail: analiapas@yahoo.com

El cuarto angosto


Lucas estaba parado en medio de la habitación mirando a su alrededor con ojos atónitos. Al comienzo sólo lo intuyó, pero en ese momento estaba seguro de lo que ocurría. La puerta había desaparecido totalmente: un listón de madera ocupaba su lugar. Sus labios se secaron y su garganta ahogó el alarido.
El cuarto angosto de paredes claras se achicaba y lo comprimía. Las paredes se oscurecían a prisa, se acercaban amenazantes. El techo bajaba y se había tornado tan negro como la noche que observara por la ventana unos minutos antes; sin embargo ya no había ventana, sólo un pequeño rectángulo algo más claro se hallaba en su lugar. Se sentía devorado y asfixiado por ese cuarto que se estrechaba cada vez más y más. Se empeñó en pedir auxilio, abrió su boca muy grande y procuró que el grito brotara desde lo más profundo de su pecho, mas no pudo proferir sonido alguno, las paredes ya rozaban su piel.

Todo sucedió tan rápido


           Todo sucedió tan rápido...
            Mi esposo me dijo que llevara un abrigo y empezara a correr porque se venía el agua. Mi mirada se paralizó en su rostro, miré a mis hijitos de tres y cinco años en sus brazos y ya no pensé más, alcé a mi bebé de ocho meses y seguí a mi esposo. Nos abrimos paso entre la correntada hasta que encontramos a un vecino que nos subió a su camioneta y nos sacó de esa locura.
Salí de mi hogar para adentrarme en un mundo de espanto y caos. Afuera me envolvieron el rugir de las sirenas y de gritos desgarradores. Por las calles circulaban en forma desordenada ambulancias y autos con lanchas. Algunas personas se atropellaban y pedían ayuda, otras llamaban a sus seres queridos. Familias desesperadas sin saber adónde ir. Hombres trepados en los techos de sus viviendas. Y sumado a todo esto, la ciudad en tinieblas bajo una lluvia torrencial.
El protagonista principal: el agua, el agua que todo lo destruye. El agua llevando consigo desde las más insignificantes pertenencias hasta las más valiosas. El agua deglutiendo los recuerdos. El agua ahogando las ilusiones. El agua tragando los juguetes de nuestros hijos. El agua arrasando con tantos hogares. El agua cobrando tantas vidas. El agua, monstruo devorador que nos hundió a todos en su gigantesco remolino de devastación.
Seguía paralizada mientras me alejaba del horror. La angustia me invadió más tarde, cuando estuvimos en una escuela cercana amontonados junto a muchísimas personas más. La tristeza al ver el rostro de aquellas personas que llegaban buscando familiares y se marchaban con el corazón desolado. La desilusión al observar el cielo gris plomizo cada noche y comprobar que al otro día la lluvia no nos abandonaría. La aflicción al conocer la desesperación de aquellas personas que se quedaron en los techos y por la madrugada pedían a gritos que una canoa los rescatara porque sentían que el agua helada tapaba sus piernas. La impotencia de saber de aquellos otros que no tuvieron la menor posibilidad de salvación.                              
            Aquella noche no deseaba dormir. Abrazaba a mis hijos, sus caritas contraídas en un sueño intranquilo. La tibieza del brazo de mi esposo sobre mis hombros me envolvía con incierta seguridad. Cómo pensar en dormir si sólo me rodeaban llantos y rostros de desesperación, tristeza, dolor, impotencia, preocupación, rabia, soledad. La ropa empezaba a formar parte de nuestra piel humedeciéndonos hasta el alma. A lo lejos una radio transmitía nombres de instituciones que se habían convertido en centros de evacuados y nos recordaba que había gente desaparecida, así como todos aquellos artículos que necesitábamos para sobrevivir en medio de esta tragedia. Sin embargo las necesidades del corazón no se podían expresar, no se transmitían por ninguna radio; nadie las cubriría, nadie taparía los huecos del dolor.
            Poco a poco nos fuimos acomodando, reconociéndonos unos a otros, aprendiendo a convivir y a compartir. También estaban los desubicados que pretendían estar en un hotel y exigían cierta deferencia. Otros sólo dormían, claro, la forma más sencilla para no pensar. La solidaridad de la gente de todo el país nos proporcionó algún tipo de bienestar físico y principalmente nos reconfortó, con su calidez nos secó la humedad del cuerpo y nos acarició el alma.
            La bronca me estremecía cuando escuchaba acerca de la gran cantidad de saqueos cometidos, gente que de noche buceaba dentro de las viviendas vacías para sacar lo que hallara. Retenía con mayor fuerza a mis hijos cuando observaba el rostro deshecho de esas personas que no encontraban a sus allegados, cuando los escuchaba rogar con voz entrecortada: “por favor... tal vez hubo un error, por favor... tal vez no lo vio en la lista, por favor... busque otra vez”. Todavía escucho a esas personas clamar por sus seres queridos, todavía oigo el lastimoso “por favor... por favor...”, como si lo que estuvieran diciendo fuera: “por favor... hermano mío, madre querida, hijo amado, que estés vivo, por favor”.
            Ya pasaron varios días, el agua está bajando y sé que ahora comienza lo peor. Hay gente que ya volvió a sus hogares para realizar la difícil y lenta reconstrucción. Mis ojos húmedos observan regresar vencidos a aquellos otros que también se fueron y su voz apenas se oye cuando cuentan que afuera sólo hay barro y mal olor, las viviendas asoladas, y lo poco que quedó se reduce a trapos, trozos de madera, suciedad y más suciedad. Todo, todo absolutamente destruido.
            No comprendo como nadie pudo prevenirnos de esta catástrofe, tampoco comprendo cómo no pensamos que alguna vez podría llegar el agua sabiendo que estamos rodeados por ríos.
            Sonrío al mirar a mis hijos y a mi esposo. Le agradezco a Dios por estar juntos y con vida. Agradezco porque nuestros familiares no viven aquí. Agradezco porque sobrevivimos a la desesperación, la angustia, la impotencia y la tristeza de la pérdida material. Agradezco por la gente solidaria. Agradezco por el sol. Agradezco por la vida.
            Sí, todo sucedió tan rápido... Y sin embargo aquí estamos nuevamente, y aunque de nuestra casa no queda absolutamente nada, me siento afortunada porque jamás perdimos nuestro hogar.

Un día diferente


Hace mucho tiempo, cuando enterramos al Bobby en el fondo, yo miré a mi papá y lo volví a mirar, pero él... nada, me miró sin decir nada de nada. Mi hermana tenía que saber algo, siempre
decía saber mucho más que yo, así que esa noche me animé a preguntarle rapidito:

-Ceci, ¿adónde se va el Bobby ahora?
-Al cielo de los perros, tonta, ¿no sabés acaso que hay un cielo para ellos también?
-Pero... no entiendo... ¿cómo va a saber Dios que era un perro y no una persona?
-Porque Dios sabe todo, ¿o tampoco sabés eso? Dios espera un tiempito, se da cuenta que era un perro y manda a un angelito perro a buscarlo para llevárselo al cielo ¡de los perros! Y ahora dejame dormir, ¿querés?
            Nunca volví a preguntar por el Bobby. Tampoco me animé a caminar cerquita de su tumba. Y lo que más miedo me dio era pensar que Dios se pudo equivocar y llevarlo al cielo de las personas. Pero bueno... es Dios, Él sí sabe lo que hace, no?
            Carmen me dio un beso con gustito a mate cocido y cerré mis ojos porque el sol me pegó fuerte, pero... ¿qué ocurría? Nunca me despertaba tan temprano para ir a la escuela. Ella sacó el vestido más lindo del armario, ese que me hizo mi mamá con una tela que le sobró. El vestido era precioso, ¡lucía tan blanco! No me gustaba el lazo verde tan brillante, sin embargo mi mamá decía que quedaba bien así. Carmen sacó los zapatos nuevos y las medias con voladitos. 
-Carmen, ¿por qué tengo que usar el vestido nuevo? ¿Hoy no voy a ir a la escuela?
-Vestite y vení a desayunar rápido porque en un ratito nomás te busca tu papá.
-¿Y adónde iremos?
-Ah, eso que te lo diga él. Vos apurate.
            Pero... ¿y la escuela? Yo nunca faltaba, el año pasado gané el premio por asistencia perfecta y Ceci lo ganó una sola vez en tercer grado. Algo estaba pasando y Carmen no me decía nada. Hasta llegué a decirle que era mentira lo que ella siempre me confesaba: que me quería como a una hija propia, porque ese día estaba muda y tampoco me respondía por qué mi mamá no estaba en la cocina como siempre. Todo aparecía diferente, toda la casa estaba demasiado callada. Sin embargo obedecí, tal vez por la simple razón que siempre hacía caso.
            Mi papá llegó y me besó en la frente, se sentó a mi lado y me observó con sus ojazos transparentes. Lo miré dos veces para confirmar lo que mis ojos veían: vestía de traje, se había puesto el traje de fiesta. Entonces estaba pasando algo grave. Pero... ¿y la escuela? Él me tomó de la mano y salimos. Una mano tan blandita envolviendo la mía que tuve la extraña sensación de que era yo quien lo llevaba. Muchos “¿adónde vamos?” se atragantaban en mi garganta hasta apretarse todos juntos en el medio del pecho: la escuela, mi papá con su traje, Carmen callada, mi mamá ausente. ¿Qué estaba sucediendo? Ya era seguro que no iba a ir a clases.
Un terciopelo gris cubría lentamente el cielo. Los pájaros no cantaban ese día. Los árboles estaban tan quietos como soldados de guardia. Las plantas y los arbustos eran testigos mudos de nuestro paso. Los perros de las granjas vecinas no ladraban ni las gallinas picoteaban por el camino. Todos presintiendo algo. Todos menos yo, no conseguía darme cuenta de lo que sucedía. Lo único que ya sabía con certeza es que íbamos a la casa de mi abuela y eso reconfortaba mi corazón: ¡ella sí me iba a decir qué estaba pasando!
Mucho antes de llegar vi muchísima gente, las mujeres vestían de negro y los hombres de traje, no había chicos correteando en el jardín como siempre. Las piernas comenzaron a temblarme cuanto más nos acercábamos, me resultaba difícil seguir porque en ese momento comenzaba a imaginar lo que pasaba: el abuelo, se murió el abuelo como aquella vez se murió el Bobby. Pobre abuelo ¿no? Y bueno... estaba un poquito enfermo y la abuela siempre lo retaba porque comía cosas a escondidas.
Mi papá se abrió paso entre personas que lo saludaban, “lo siento mucho don Valentín”, y entramos en la casa. Busqué a la abuela para que ella me abrazara tan fuerte como nos gusta a las dos, pero ella no estaba por ninguna parte. Por más que busqué y busqué no estaba, y en eso vi al abuelo, pero... ¿cómo...? ¿no estaba muerto como el Bobby? Encontré la mirada cansada de mi mamá y ella me abrazó tan fuerte como lo hacía la abuela. Nuestras lágrimas comenzaron a confundirse mientras decía una y otra vez: “se murió la abuela, mi chiquita, se murió la abuela”. Y recién entonces comprendí todo.
Me solté de los brazos de mi mamá y fui corriendo hasta el estanque del fondo donde siempre me sentaba con la abuela a conversar. Nunca más vería a la abuela, Dios se la llevaría al cielo de las personas y tendría que esperar muchos, muchísimos años para volver a verla, como decía siempre Cecilia. Pero no podía impedir que Dios se la llevara porque Él es el único que nunca falla. Sin embargo algo debía hacer, yo quería irme con la abuela, ya no quería quedarme acá, no quería quedarme ni un solo minuto más. Me sentía más triste y sola que cuando se murió el Bobby. Ahora quería desaparecer, que Dios me llevara sin tener que esperar tantos años. Entonces abracé mis piernas y me acurruqué quietita en el borde del estanque, cerré mis ojos y le pedí a Dios que me llevara con Él, se lo pedí una y otra vez, y una y otra vez. Decidí que mis pensamientos me elevarían al cielo en el mismo viaje de la abuela. Y de pronto no escuché ni vi nada más, estaba totalmente sola. Y creí que había llegado al cielo antes que ella.
Mi papá me sacudió y comencé a golpear mis manos contra su pecho porque me trajo a la vida. Le grité que me quería ir con la abuela, ella era la única persona con quien hablaba y cantaba, cortábamos flores y arreglábamos el jardín, nos reíamos al encontrar formas en las nubes. Con ella aprendí a saber si llovería al día siguiente, ella me enseñó el regalo maravilloso que significaba un día gris. Me acostaba a su lado y surcaba con mi dedo cada centímetro de su piel gastada. Ella me hacía las galletitas de amapola bien crocantes.
-¡Yo me quiero morir, papá! Ya no quiero vivir más, me quiero ir al cielo con la abuela. ¡Me quiero morir! ¡Andate y dejame tranquila! ¡Andate, andate, andate! ¡Dejame sola y andate de acá!
            Y en ese momento comenzaron a brotar de los labios de mi papá palabras suaves. No entendí mucho lo que me decía, sólo miraba mis ojos reflejados en los suyos, tan húmedos como los míos. Recuerdo que expresó que Dios hace aquello que cree mejor para nosotros y aunque tal vez no podamos entenderlo en ese momento, al crecer comprenderemos por qué lo hizo. Con suavidad me acercó a su pecho mientras susurraba palabras que ya ni escuchaba. Me sentí muy bien entre sus brazos de herrero, sonreí cuando desenvolvió mis rulos como lo hacía la abuela, percibí su ternura al frotarme la espalda, disfruté con la calidez con que me cubría. Me apartó afectuosamente, sus manos ásperas me tomaron el rostro, me observó con dulzura y agregó:
-Tu abuela siempre estará con vos, ella jamás se irá de tu lado. Te bastará mirar hacia el cielo o sentirla en cada gota de lluvia. Será suficiente cerrar tus ojos pensando en ella o encontrarla en una nube. Te alcanzará sentarte en el borde de este estanque o escucharla en el río cristalino. Y cuando Dios decida que es el tiempo para irte con Él, entonces sabrás cuán orgullosa estuvo la abuela de vos, de tu vida, de tus actos, de tu cariño y de tu bondad.
            Su mano se posó sobre mi corazón y continuó:
-Nunca te olvides, muñequita mía, que ella siempre estará dentro tuyo, te acompañará dondequiera que vayas- y con su abrazo sentí que me molía los huesos. Y entonces me sentí mejor, muchísimo mejor.
            Mi papá comentó que no era conveniente que fuera al cementerio: debía recordar a la abuela con toda su vitalidad y belleza. Y regalándome un beso tierno se fue a la casa. Me quedé sentada donde estaba y apartada de las miradas curiosas. No le hice caso a los ruidos de mi panza hambrienta. Permití al cielo acariciarme con sus lágrimas y luego vi como el gris se marchaba dejando paso a un celeste desteñido. Dios me mandó muchas nubes ese día para poder encontrar a la abuela.
Mi papá volvió cuando sólo los frondosos árboles recibían el sol pálido del atardecer. Mi mano parecía más pequeña aún dentro de la suya, entramos en la casa, besé con suavidad a mi mamá y traté de molerle los huesos para que ella también se sintiera mejor, y hasta dejé que otras personas se acercaran a saludarme. Cecilia se arrimó a decirme lo que ya sabía: la abuela se murió. Mi papá me dio una palmadita en la cola y señalando el estanque me dijo que lo esperara allí. Y salí de esa casa que ya nunca, nunca más sería la misma.
Arriba, en la noche recién apagada, una luna suave y perezosa navegaba en un pequeño mar de nubes. Tanta vida por delante, y toda mía. Y así, tranquila al fin, regresé al áspero borde del estanque y me senté a esperar que volviera mi papá.

El Noroeste estaba hermoso. Las montañas que se coloreaban según las horas del día, los pequeños cauces de agua que bajaban cantando canciones milenarias. ¡Y qué decir de las empanadas, las nueces confitadas y las otras delicias que el trencito se dedicó a saborear!... Pero había que recoger aún al último pasajero. Así que al tranco cortito y parejo la máquina puso proa hacia el Gran Buenos Aires, para que ascendiese LUIS CARLOS AGUIRRE. Nació en Posadas, provincia de Misiones en 1956. Transcurrió allí su primera infancia hasta 1963 en que su familia se establece definitivamente en San Miguel y al año siguiente en Bella Vista, entonces del partido de General Sarmiento en el noroeste del Conurbano Bonaerense. Realizó sus estudios primarios y secundarios en La Plata y diversos establecimientos de su zona de residencia. Entre 1974 y 1984, junto a Daniel E. Serra, edita la revista alternativa Antimitomanía. Esta publicación ha marcado una época en su género, organizando encuentros y recitales literarios que reunieron a escritores y editores de todo el país y algunos piases vecinos. En 1978 publicó su cuaderno de poemas APUNTES EN LA TIERRA, único material que editó hasta ahora. Entre 1989 y 1994 crea y conduce, junto a su amigo Héctor D. Suárez, el programa radial NOCHENAUTAS, que obtiene dos veces el premio Sin Anestesia. En 2003 editó la plaqueta "Sin Dios" con una selección de poemas de su libro inédito "Poemas sin Dios". Con esta plaqueta inaugura Ediciones La Pelusa, también responsable de la publicación cibernética Paradecir. Suma a su pequeña actividad cultural un dilatado compromiso en la militancia política desde 1982, de la que se ha retirado en Diciembre de 2003. Acompaño aquí dos relatos breves y "jugosos". E Mail: luis_carlos_aguirre@hotmail.com
El restaurante del hijo pródigo
Jamás pudo explicarse por qué se decidió por ese lugar, tan apartado y pobre, para establecer su singular restaurante.
Allí gastó un dinero que su hermano mayor le "prestara" con la intención de que se fuera, esta vez para siempre, de la casa paterna.
Hacía unos años le había reclamado a su anciano padre que le adelantase su herencia y partió a gastarla en barajas y mujeres hasta perder el último centavo. Como judío, en un país extraño y hostil, no pudo hacer otra cosa que emplearse como cuidador de cerdos, apenas por un mal plato de comida y alojamiento.
Pasado un tiempo, extrañando las bondades de su vida anterior, decidió volver a intentar una eventual reconciliación con su familia.
Emprendió el regreso. Su padre, sentado en la puerta de la casa lo vio venir de lejos y se adelantó a recibirlo. La bienvenida fue excepcional, salvo por el disgusto de su hermano mayor.
"Un hijo mío estaba perdido y ha sido encontrado, estaba muerto y ha resucitado" fue el irrebatible argumento del anciano, ante la queja airada del primogénito.
Hubo paz por un tiempo, hasta que el padre murió. Su hermano mayor le pidió que se fuera y le ofreció un dinero "en préstamo a nunca devolver". Así partió de nuevo, con algo de dinero y la extraña sensación de no saber qué hacer.
Se estableció en un lugar apartado, en las afueras de la ciudad. Instaló un restaurante para judíos con un salón en el primer piso para quien pagara por una reunión privada.
Aquella tarde alguien ató una burra frente a su puerta. Al rato un personaje extraño le solicitó usarla para "su señor" y ordenó que preparasen el salón superior para la cena del Pesaj.
Así lo hizo. Aquella noche vinieron unos trece hombres a celebrar la pascua en su restaurante. El que pagó la cuenta se retiró antes. Los demás se fueron al amanecer. Supo luego que al principal de ellos lo prendieron y condenaron a muerte.
Intuye que su vida insignificante estuvo al servicio de algún acontecimiento importante. Murió con muchos años y sin poder comprenderlo.

CARTA DE UN AMIGO CON NOTICIAS DE OTRO
Estimado amigo:
Creo que ir a visitar a Roberto es más que una necesidad de la conciencia. Es un viejo amigo, un compañero de salidas juveniles, en un tiempo fue muy cercano, casi confidente, hasta que conoció a la que fue su mujer. Como muchos, en esas circunstancias, comenzó a alejarse, a dejarse ver poco. No quería demostrarlo, pero se notaba que ella lo había absorbido por completo.
Ahora que han pasado los años y que él lo necesita, intentaré estar a su lado. Quién sabe qué cosas han ocurrido en tantos años. Lo vi el día en que leyeron la condena. Cadena perpetua; para su edad es a muerte, ya que no volverá a salir a menos que a algún abogadito practicante se le ocurra alguna "cosita" para beneficiarlo. En fin. Me preguntarás qué ha hecho un anciano como él. Pues nada más y nada menos que un doble asesinato.
Su mujer, ya muy mayor, al morir (ahora sabemos que por un lento envenenamiento) fue secretaria privada del Dr. Pérez del Cerro. El mismo que fuera gobernador y presidente (y senador y diputado y todo eso).
Pobre Roberto. Soportó humillaciones durante años. Recuerdo aquella vez en que la habían nombrado Directora Provincial de Bibliotecas Públicas. Antes de jurar tuvo una "entrevista" de casi dos horas a solas con el entonces gobernador Pérez del Cerro. Y Roberto en la puerta del despacho, sentado en un sillón, como aquel personaje de Kafka. Luego salieron sonrientes y relajados, hacia el salón para la ceremonia. Él era menos que un jarrón.
Pasaron los años. Él siempre callado y sonriente. A su mujer la fue envenenando de a poco. Día a día. Hasta que la anciana murió como una dama. Pero no era una dama.
Pérez del Cerro casi no le da tiempo. Con él era más difícil. Cuando supo que el doctor sufría un avanzado cáncer de próstata debió acelerar su venganza. Por eso resultó sorpresivo, pero al mismo tiempo descubrió toda la trama. Cuando Pérez del Cerro acomodaba el cuerpo para ingresar a la historia un viejito como él viene a matarlo de un tiro certero en medio del pecho.
Roberto jamás explicó nada a los fiscales y jueces. Pero fueron averiguando. La autopsia de su mujer (resultante de las pesquisas de los investigadores) descubrió el crimen anterior y desnudaron la historia.
Le llevo de regalo unos libros de Quasimodo porque sé que le gusta la poesía. Los muchachos le compraron un juego de ajedrez de madera. Espero que esté bien de ánimo.
Me despido. En la próxima te contaré cómo está y otras cosas de Buenos Aires que hoy no tengo ganas.
Un abrazo. José.
¡Chuffffff! ¡Chufffffffff! Y llegamos a destino una vez más. A los habituales pasajeros y a los nuevos pasajeros un saludo de despedida.
Y recuerden: a quienes quieran colaborar con esta revista, enviar material (cuento-poema) y una minibiografía. A quienes ya fueron publicados también les reitero la invitación. El mail es: millaco@ciudad.com.ar
¡Nos vaaaaaaaaaaaaaamos! Adiós !!!!!!!!!!!!!!!!
CRIS FERNÁNDEZ




[1] “Del cielo y del infierno” (CLXXXV,  209)