Editorial

(c) Diseño de portada - Paula Pappalardo



Número 70

QUERIDOS PASAJEROS:

Atrás quedan los festejos del Bicentenario, estos 200 años que hemos caminado y luchado en un intento de hacer una Patria libre, justa y soberana. Y en este Junio recordamos al creador de nuestra enseña, la bandera celeste y blanca que nos identifica ante el mundo, y que deberíamos sentir como un símbolo de nuestra argentinidad y no solamente como los colores para agitar en un mundial de fútbol. Cada día enfrentamos nuevos desafíos en esta construcción de un país igualitario y democrático. Y los escritores aportamos nuestras letras para darle voz a quienes no tiene voz.
Y basta de palabras que la locomotora está ansiosa por salir a trazar huellas.

El primer tramo fue corto, pues nos dirigíamos con el trencito a una localidad de LA PAMPA: GUATRACHÉ, para recibir a nuestro primer pasajero: GUILLERMO JOSÉ HERZEL. Nació en Guatraché, el 24 de marzo de 1943. Reside en su pueblo natal, donde ejerció la docencia desde 1965 hasta su reciente jubilación. Es miembro de la APE (Asociación Pampeana de Escritores), de la que fue presidente en los años 1993 y 1994. Fue uno de los fundadores de la Comisión de Cultura del Instituto Juan Bautista Alberdi que, recuperada la democracia, se convirtió en Comisión Municipal de Cultura de Guatraché. Escribe desde “el secundario”. Es autor de guiones de varios trabajos audiovisuales. El video “Sueño de un pelo”, con textos de los que es autor, ganó un primer premio en el INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales) Es autor de los textos de “Canto a la Tierra que Habito”, espectáculo musical que, junto al grupo “Cultrúm” fuera presentado en diversas ciudades del país, en la década del 80 y que ya en el 2000 retomara el grupo “Pampamérica”. En 1988, fue presentado “Homenaje a un pueblo que habitó la pampa” musicalizado por el grupo Amarcanto, sobre su poesía. Este trabajo que se sumó al contrafestejo de los “500 años”, fue presentado en diversos lugares de La Pampa y la provincia de Buenos Aires, en Neuquén y en “Liberarte”, en el corazón de la calle Corrientes de la Capital Federal. En 1989, la Subsecretaría de Cultura de la provincia de La Pampa, le encargó el proyecto de un espectáculo que representara a la provincia, en el Festival Nacional de Cosquín, concretado junto a los grupos “Confluencia” y “Cultrúm”, al solista Pedro Cabal, al poeta Julio Domínguez y al Ballet del profesor Margallo. En el año 2002 se estrenó en el Aula Magna de la Universidad de La Pampa la cantata “Trigo y Discordia”, cuyos textos le pertenecen, musicalizados por el compositor pampeano Mario Figueroa. Este trabajo, que relata la rebelión de un grupo de estibadores en la localidad de Jacinto Arauz, en el año 1921, fue luego presentado en el lugar de los hechos y en el Teatro Español de la ciudad de Santa Rosa. Su poesía  ha sido publicada en diversos medios de distintos puntos del país y ha obtenido premios provinciales y nacionales. Su poesía “Maestros” fue contratapa de la revista de Amnistía Internacional. El Fondo Editorial Pampeano (FEP) ha editado sus libros “Nosotros” (Poesía - 1994) y “En el nombre de los padres” (Poesía - 1999). Tiene además, inéditos,  varios libros de cuentos “Historias en Bicicleta”, “La increíble Historia del Flaco Chávez”, “Maestros”. Otros poemarios: "Por el Camino de los Cóndores", “Cantares de la tribu” (presentado en agosto 2009) “Crónica de un viaje largo”, “Pasajeros del Silencio”, “Verano con Voces” y dos nuevas cantatas, un homenaje a los “Maestros” (presentada en octubre 2009) del primer cuarto de siglo en La Pampa y otra “Coral de la Memoria” (presentada en abril 2008) para los primeros 100 años de la fundación de su pueblo, Guatraché. Sus textos integran, junto a otros escritores pampeanos, la obra sinfónico coral “200 años: Una mirada pampeana al Bicentenario” que acaba de estrenarse días atrás en Santa Rosa. Aquí traigo un relato que combina con enorme acierto dos momentos temporales y ancla en la realidad. Espero lo disfruten



DESDE HACE SEIS DÍAS, UNOS CINCUENTA DESALOJADOS PERMANECEN EN EL CABILDO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES
( Titular del Diario “La Arena”. Santa Rosa, miércoles 7 de diciembre de 1994.)


Angélica de los dos Cabildos                                                         


La de este miércoles, 7 de diciembre de 1994, fue la sexta noche que los anchos muros insurrectos del Cabildo de la ciudad de Buenos Aires, velaron el descanso y los sueños de mujeres, hombres, ancianos, niños... Cincuenta personas, y algunas más, que desaparecieron, cuando la policía llegó amenazante, diciendo que el Juez de menores se llevaría a los chicos en custodia, para que no duerman en la calle. Andarán en alguna plaza cercana. No tan a la vista de todo el mundo. Porque no es por los chicos ni por los viejos, la bronca de los funcionarios del gobierno. Es por esa multitud que pasa y pasa por el lugar. Delegaciones de escolares, viajeros del interior, extranjeros, turistas, los diarios, los curas de la catedral que correrán a contarlo a sus obispos, las Madres de Plaza de Mayo, como si no fuera suficiente el despelote que arman todas las semanas, y los políticos, siempre buscando argumentos nuevos para las próximas elecciones. ¡Cómo se van a refugiar justo ahí, en el corazón de las decisiones políticas del país!

Fue la sexta noche que, en la recova del Cabildo de la ciudad de Buenos Aires, intentaron guarecerse y descansar, albergar sus sueños y esperanzas, cincuenta desalojados. Sucedió sobre el final de la primavera de este 1994, año de injusticias y broncas, que crecen a cada segundo, multiplicadas por la farsa y el silencio oficial, los carros de asalto y la violencia de la policía.

Nadie advirtió en las cinco noches anteriores, esa luz encendida sobre el filo de la madrugada, en la segunda puerta que abre el interior del edificio al fresco reparo de la galería del primer piso.

Angélica la vio esa noche.
Llegada desde Tucumán hace menos de un año, no dejó que la ciudad le atrofie su capacidad para distinguir una suave luz, como aquella, en la oscuridad de una noche. Si el Cabildo está cerrado, pensó. ¿Quién ha encendido esa luz? Los dos pequeños dormían, acurrucados debajo de una campera, contra la histórica pared que sostuvo la revuelta de Mayo. Entonces se decidió. Sabía que desde el patio se puede ingresar por una puerta cerrada por una simple cadena. Entró tratando de no hacer ruido. Todo era oscuridad. A tientas y muy lentamente, llegó a una escalera que, imaginó, la llevaría hasta la puerta de entrada.
Subió. No veía nada. Uno, dos, tres escalones más y apareció una fina línea luminosa por encima de su mirada. Era sin duda la puerta esperada, el lugar que buscaba. Faltarían cinco o seis escalones más. Con todo cuidado siguió subiendo hasta que sus zapatillas se iluminaron al pie de la madera que ahora la separaba del misterio y le exigía a su corazón un ritmo desenfrenado.

Recordó todo en ese instante: el viaje desde Tucumán hacia la esperanza del trabajo y la casa, los días que pasó en aquel depósito que los compañeros habían descubierto y tomado, antes de su llegada. La voluntad de todos de luchar por un techo, un amparo capaz de contener sueños y broncas, de ofrecerse al descubrimiento de los pequeños que andan asumiendo la vida, sin la simple compañía de un pájaro, sin la sombra y la ternura de un árbol.
Recordó el desalojo, cuando llegó el empleado de la Justicia con tantos policías. La intención de resistir y la inmediata sensación de derrota, ante el despliegue impresionante de armamento y efectivos.
Recordó, milímetro a milímetro, todo lo ocurrido desde aquella tarde, cuando en su remoto pueblito, decidió medir suerte en Buenos Aires.
Estaba allí, en una situación que jamás hubiese imaginado, llevada, simplemente, por una curiosidad que ahora, frente a la luz que escapaba por debajo de la puerta, parecía desmedida para alguien que anda queriendo resolver algo tan elemental como la necesidad de una simple vivienda, donde, al calor de sus paredes, recuperar el sentido de la vida.
Ya antes de llegar a la puerta  le pareció escuchar que hablaban. Eran voces que crecían a medida que se acercaba. En un momento se encontró con el frío bronce de un pomo, de generosas dimensiones, con el que, seguramente, se abría la puerta. La línea de luz se prolongó a todo el margen izquierdo del marco y comenzó a crecer, permitiéndole hacer un primer balance de lo que allí estaba ocurriendo: un importante grupo de gente ocupaba altas y finas sillas tapizadas, colocadas en torno a una mesa de grandes dimensiones. Vestían buenas ropas, formales y antiguas. Otra gente, de pie, completaba la capacidad del recinto y participaba, asintiendo o reprobando lo que debatían quienes estaban sentados.
La vista de Angélica volvió a la mesa. Allí vio algunas caras que le fueron familiares. ¿De dónde? ¿Quién era, por ejemplo, ese hombre que hablaba agitando sus brazos con ademanes que reforzaban lo que decía? ¿Dónde lo había visto antes? ¿En su pueblito de Tucumán? (Aunque esa ropa...) ¿En el tren? Pero los que están sentados a su lado, a izquierda y derecha, también le resultan conocidos. Quizá compañeros del depósito, donde vivió casi medio año, hasta el desalojo... ¿Gente del grupo con el que tantas veces cortaron calles? Pasó revista, uno por uno, a todos los presentes.
Alcanzó a ver, entonces, una larga hilera de retratos, enmarcados y colgados en una de las paredes laterales. Allí encontró la respuesta a la incertidumbre de aquellos rostros familiares y desconocidos, tan especiales y tan anónimos a la vez.   
Muchas de las caras sentadas en torno a la gran mesa, ornamentaban la sala del cabildo de la ciudad de Buenos Aires. Al pie de cada retrato y con grandes letras, sus respectivos nombres y apellidos.
Angélica iba y venía con sus ojos. Buscaba el cuadro que correspondía a cada uno y regresaba a él por su identidad.
Aquellos que estaban hablando -ya no había dudas- eran Moreno, Paso, Belgrano, Castelli, Matheu, Alberti, Larrea, Azcuénaga...
Hablaban de las dificultades de sus compañeros, los que dormían abajo: que hay que romper las cadenas que nos atan al imperio colonial. Fomentar la industria para crear puestos de trabajo. Gobernar para las mayorías populares y desarrollar un verdadero sentido de país. Poner la tierra al servicio de la producción. Que a ningún vecino le falte trabajo ni escuela ni hospital ni vivienda. Y que, para lograr todas estas cosas y muchas otras que necesita la gente, ya no hay margen para negociar. Que el único camino es desconocer la autoridad del Virrey, anular toda injerencia extranjera y de criollos cómplices del imperio, para luego, ya sin ellos, en la gloria de la libertad, desarrollar una profunda revolución que nos habilite a todos para gozar de aquellos derechos.
En los ventanales del frente, el cielo claro comenzaba a parecerse al río. Desde las remotas profundidades del horizonte volvía la luz sobre Buenos Aires. Los moradores de la galería, abajo, abandonaban sus improvisados lechos. Doblaban alguna frazada o abrigo y conversaban en una rueda que crecía: que cuántos se han quedado anoche, que otra vez somos cincuenta, que a los chicos no se los lleva nadie...
Y la rueda crecía...
Pronto bajará Angélica para discutir con todos nosotros los proyectos que, después de dos siglos de debate, está terminando de ajustar con los señores del primer piso, entre los muros insurrectos del Cabildo de la ciudad de Buenos Aires.
Nos llamaba por el aire un aroma a cumbres nevadas y así la locomotora puso rumbo a la zona cordillerana, para arribar a CATAMARCA  y permitir el ascenso de un nuevo pasajero: EMILIO YAGGI. Nacido en la ciudad de Santa Fe, desde 1998 reside en la ciudad de Catamarca. Estudió profesorado de música y armonía en Santa Fe. Profesorado de Bellas Artes en la misma ciudad. Hizo un Bachillerato en Teología en el Seminario Internacional Teológico Bautista de Buenos Aires. Entrevistado por: Radio Valle Viejo, Pcia de Catamarca; Canal Aire Visión de Catamarca y Diario El Ancasti de Catamarca. Publicaciones: en “Escritos en la Cueva”, primera revista digital de la provincia de Catamarca, dirigida por Analía Pascaner, la cual era parte de un proyecto del grupo literario La Cueva. En “Tribuna Evangélica”  revista de la Juventud Evangélica Bautista Argentina. En la revista digital “Con Voz Propia”.  Premios: Primer premio de Dramas Navideños para Niños. Casa Bautista de Publicaciones. USA. Este drama, junto a los dos premios siguientes fue publicado en el libro que lleva ese mismo nombre. Actualmente se desempeña como Pastor de la Iglesia Evangélica Bautista de Catamarca. Para esta entrega les traigo un cuento que me emocionó y espero compartan la opinión.


                                          CAPITÁN

¿Por qué Capitán? En realidad, nadie lo sabía con certeza, pero la historia más aceptada era ésta: por muchos años, él había sido capitán de un buque mercante. Un día mientras trabajaba, una grúa o algo muy pesado golpeó su cabeza. Desde entonces había perdido la razón.
Lo dejaron cesante.
Quedó sin trabajo, sin familia y sin razón, pero igual siguió andando la vida, lentamente, como a la deriva.
Capitán era bajito, tenía cabello casi blanco, largo y ensortijado.
Invierno y verano vestía con mucha ropa, toda la que los vecinos le daban y, arriba de todo aquello ¡un sobretodo marrón!
Tres fieles perros pulguientos le acompañaban a todos lados.
Los ojos de Capitán me impactaron siempre, tanto, que aún puedo verlos. Eran de un celeste tan intenso que parecía que el cielo había caído en ellos, pero no miraban cerca, siempre miraban más allá. Hasta cuando miraba a los chicos parecía estar viendo dentro o a través de nosotros; siempre lejos.
Capitán nunca estaba apurado; su andar lento casi arrastrando los pies le llevaba hasta las puertas las cuales golpeaba con delicadeza.
-Buenos días señora, ¿le barro la vereda?
Y aunque ya estuviesen barridas, las vecinas que conocían y apreciaban a Capitán le alcanzaban una escoba.
De forma monótona y mecánica realizaba su tarea y luego esperaba el fruto de su trabajo: algunas monedas, quizá comida, o tal vez ropa usada, y las infaltables palabras cariñosas y agradecidas de las vecinas.
Sí, Capitán, nuestro Capitán, era un hombre querido y respetado por todos. Era culto, amable y de noble porte. Solía sonreírle a los chicos; su sonrisa era clara aunque se parecía a su mirada lejana.
Me producía un cierto dolor, algo así como compasión.¡Tantas veces sentí el impulso de darle un abrazo como si hubiese sido mi propio abuelo! Hoy sé que no lo hubiera comprendido.
Un día corrió la voz:¡a Capitán lo mató el tren!¿Lo mató el tren?¡Sí, lo mató el tren!
Al instante, un tropel de niños, adultos y algunos ancianos corrió atropelladamente las tres cuadras que nos separaban de las vías. Se nos hicieron eternas; recónditas ilusiones me querían convencer de que quizá, no se trataba de él. Agitados, angustiados y con una engañosa esperanza llegamos al lugar.
Era verdad.
Sentí que me vaciaba; sentí que todo aquello no era real: los vagones, la gente, los sonidos, todo; y percibí de cerca el olor y el dolor de la muerte.
Sus tres perros hacían celosa guardia alrededor del cuerpo; sus ladridos eran aullidos lastimeros que hacían erizar mi piel: lloraban la muerte de su amo.
Los bomberos quisieron acercarse para retirar los restos, pero ellos no se lo permitieron,
Con fiereza mostraron sus dientes y gruñeron: nadie tenía permiso para acercarse a Capitán. (Si los perros piensan y sienten ¿qué habrá pasado por sus mentes y corazones en esos terribles momentos?)
Tuvieron que enlazarlos y meterlos en una jaula para poder llevarse el cuerpo destrozado.
Entonces, las compuertas de mis ojos de niño asombrados se rompieron, mojando mi cara y dejando en mis labios un largo sabor salado-amargo.

* * * * * * * * * * * * * * * * * *
¿Creerías si te dijeran que no habrá más primaveras y quedará un hueco entre el invierno y el verano?
Yo todavía no lo creo. Ayer estaba, y antes de ayer y mucho antes.
Ahora no, y nunca más.
No siento dolor ni lágrimas acuden a mis ojos pero me invade un signo de interrogación que me cubre y me asfixia.
No sé qué me pregunta pero igual respondo: ya no estará más.
Se fue en silencio hace pocos meses; me miró y sonrió; me hizo una pregunta que me alegró y luego durmió.
Desde entonces quise hacerle una pregunta a Dios pero nunca la pronuncié. ¿Quién soy yo para interrogar a Dios? ¿Qué derecho tengo para tal cosa?
Un dejo amargo de impotencia me quedó en la boca, y las manos crispadas en un gesto estúpido e inútil, de rabia e incomprensión...
Luego la paz, la calma, la aceptación...
...y la alegre esperanza de una promesa no muy lejana: “la primavera estará otra vez entre el invierno y el verano”.
Entonces ya no me asfixiará más el interrogante, y mis manos dejarán de estar crispadas.

* * * * * * * * * * * *
-¡Que le alcancen su abrigo!
...y se fue con el frío adentro y las pestañas mojadas.
Se fue por los arenales silenciosos, masticando tiempo.
Se fue allá, con el frío y el dolor a cuestas.
Sin ecos de pasos.
Sin sombra siquiera; con cansancio en las pupilas, el alma en hilachas y el abrigo en la mano.
Se revolvió el pelo, se mordió las manos, se murió en el aire del mediodía y se escupió el desprecio que se tenía.
Miró las huellas sobre la arena; eran huecas, estaban vacías aunque llenas de frío.
Entonces las cubrió con su abrigo.
* * * * * * * * * *

Calles de cenizas blancas, de cenizas frías.
Calles que terminan donde termina la vida.
Calles sin gente, sin casas, sin ruido.
...y la neblina que cae; los abismos que hablan poblando todo de violeta-negro.
Qué espantoso silencio. Qué nada triste, pesada, dolorosa.
Las muelas crujen, las crines se enredan y corre la noche de luto por la acera mojada.
Qué dolor de mil años; qué dolor; qué cansancio.
Lo vano y lo inútil se juntan y se abrazan y corren de la mano por la acera mojada.
No hay nadie. Ya no hay sombras.
...sólo la niebla que se espesa tanto, que se pegotea en la piel, en la voz, en el alma.

Disfrutamos nuestra estadía catamarqueña, degustamos ricas empanadas y buen vinito pero ... había que proseguir el viaje. Pues una "niña" de 87 gloriosos añitos nos esperaba del otro lado del mapa, en la localidad de VICENTE LÓPEZ (prov. Buenos Aires.): CARMEN ROSA BARRERE. Y la dejo que cuente su historia pues es, realmente, notable. “Un diez de abril del año 1923, nací en Posadas, capital de la Provincia Mesopotámica de Misiones, en la República Argentina. Décimo primera hija de una familia con padre francés y madre hija de italianos de Roma. El hecho de ser zurda, en una época que la palabra dislexia no había visitado las costas del Río Paraná, me trajo innumerables trastornos para aprender a leer y escribir. No obstante eso y dictándole a compañeros que sí poseían tal arte, toda la colegiatura primaria me tuvo como “redactora” del periódico escolar. Notas ingenuas, sobre el angelito de la guarda, los decoros de una niña “de familia”, etc. Apenas obtenido el título de Maestra Nacional, como premio a mi medalla de oro, me privilegiaron con el nombramiento de maestra para ejercer en una escuela rancho, cerca de las Cataratas del Iguazú. El que no conoce las luchas del hombre contra la selva y la intemperie sin asfaltos, ni luz eléctrica, ni teléfono, con tierra roja hasta las rodillas, o barro hasta la misma altura, el que no convivió con víboras de picadura mortal, asistidos únicamente por el veterinario de la Gendarmería Nacional, no puede llamarse a sí mismo, un sobreviviente de la docencia de esos tiempos. Seis años más tarde, me casé con un Piloto Militar, destinado a mi pueblo para abrir la primera pista de aterrizaje del lugar y formar los primeros pilotos civiles. Tuvimos cinco hijos varones. En el año 1963, fundé en Buenos Aires un colegio privado, bajo mi dirección. Mientras, seguía la carrera universitaria de Psicología y Ciencias de la Educación. Antes de abrir el colegio, entre embarazos, colaboré con Revistas de Buenos Aires: Damas y Damitas, Vosotras, Leoplán, Estampa, Ellas y las Estrellas. Con cuentos cortos, rosados y de final feliz. En el año 1964, mi marido sufrió un accidente mortal en Guatemala. Me quedó la herencia preciosa de cinco varones, y una suegra gallega de cuentos de hadas, fuerte y transformada en mi otra mano, vigilando la conducta de mis hijos. Entretanto, trabajando para sostener tamaño reto, estudié y me recibí de Martillero Público. Inicié en Posadas, la edición de una revista pequeña: “Vivir en Armonía”, con un sacerdote Jesuita, padre Vanrell, hoy fallecido. Corría el año 1975. Enfermé de cáncer. Me asusté, y vendí el colegio. Dos hijos se habían casado, apurados por experimentar la vida. Me incorporé a las huestes prometedoras de salud del Método Silva de Control Mental. Pronto, saludable tras una operación, fui nombrada Instructora Internacional de dicho sistema. Gané varios concursos en Buenos Aires, de relativa importancia. Otros, más notables, en España. Uno en el Concurso InternacionalRon y Miel”. Hace dos años, edité por mano mesiánica un libro: "Treinta y un cuentos de amor, rosados y no tanto”. El año 2006 me premió en Venezuela la Editorial Letralia. Aparece en Internet, bellamente ilustrado. Estoy traducida al francés, premiada por la escritora chilena Diomenia Carvajal en su libro “Arco Iris” en los años 2008- 2009. En el año 2006, premiada y editada en Buenos Aires por Editorial De Los Cuatro Vientos. Premiada y editada en España en el Concurso “Ron y Miel”.  Además del libro antes mencionado, edité dos tomos respecto de la Relajación Terapéutica y sus Beneficios, muy exitosos. Durante el año 2008, vio la luz mi libro “Mi Hijo Bipolar”. La segunda edición está agotada. Otra de mis obras, “Alas de Cera”, novela larga sin editar, narra la vida y labor de los pilotos fumigadores. Actualmente, colaboro en forma gratuita con un periódico local, y escribo más cuentos cortos.  Es trabajoso y peleado envejecer con dignidad. Pero cada día, inauguro la idea que vivir habiendo conocido el amor con mayúscula, sigue valiendo la pena.” Díganme si no es una maravilla esta dama!! también maneja internet!! Nos deja aquí un cuento que me envió especialmente pues tiene relación con los trenes. Y sí ... hoy estamos en la veta ferroviaria ... ¡A disfrutar!



FERMÍN VIAJA EN TREN.

Fermín entreabre los ojos pegoteados durante los sobresaltos del sueño y la duermevela posterior. Acto seguido pasea su mirada distraída por el techo del cuarto. Como nació medio atontado, enredado por el cordón umbilical y de madre primeriza, recién cuando logra despabilarse recuerda que en los años mozos se desperezaba pleno de energía, planificaba el quehacer y saltaba de la cama con las neuronas saludables, alertas para percatarse de las novedades. Como sobreviviente de una existencia solitaria y pobre, su huesudo esqueleto carga porrazos, desencantos, golpes contra las paredes y miserias sin feriados. Pesadumbre ósea que inclina su cuerpo hacia abajo, como si buscara algo. Las alpargatas puro fleco abren una bocaza miserable, empujándolo a arrastrar los pies. El Fermín de este amanecer no es el eufórico de los años jóvenes. Introvertido, convive con su interior, lejos de la luz, como un caracol. Mirarlo hoy es ver un paquete mal envuelto, sufrido, que lleva y trae el viejazo que dijo presente un día perdido en el almanaque. Para colmo, no vino para irse pronto. Como una hiedra venenosa, trepó, perforó y se hizo inquilino permanente de sus entrañas y le hizo jaque mate a sus neuronas. De ahí su alojamiento gratuito en “el ropero para esconder esqueletos viejos”, el albergue de pobres mantenido por la caridad. No espera nada de la vida. Ni sorpresas ni cambios. Se limita a vegetar. Detesta el agua y repele todo trato con el jabón de la misma manera que evita la maledicencia. Su mirada revolotea por objetos y personas, carente de entusiasmo por descubrir sorpresas dudosamente tangibles. El doctor opina que Fermín transita una senectud sin remedio y que esa declinación lo hace olvidar hasta el año de su nacimiento y cuales fueron los nombres de sus padres. Lo de los años es cierto. Si lo dejan pensar, rápidamente suelta el nombre de la madre: Ana. La incógnita recae en el nombre del padre. Jamás pudo sacar de boca de su progenitora ni siquiera una leve señal a su respecto.
— Y te llamé Fermín, decía—, porque así se llamaba el cura que te acristianó. Concluyendo: Fermín habla poco porque si el interrogatorio lo atosiga, no sabe para qué lado agarrar.

De lo que puede hablar como un libro abierto, es de su vinculación con los trenes. Los trenes operan sobre Fermín una mudanza vital, mucho mejor que los tónicos o las vitaminas que reparten a veces entre los atrincherados en la casa aquélla. Pensándolo bien, esa relación es tan antigua, que ni él mismo podría explicárselo. Su primer viaje dentro de un vagón lo hizo hamacado dentro del líquido amniótico, en el vientre de su madre. Y en ese medio, fue arrullado por el tránsito parejo del convoy y el calor de sentirse protegido. Ignora estos hechos, pero ellos nadan como pececitos dentro de su inconsciente. Y afloran en ráfagas cuando se pone cabizbajo espiando el reloj.
Si la casualidad le regala un oyente, con voz monocorde y envuelto en una nube de imágenes, que atrapa antes que se le escapen, suelta una historia tras otra, todas vinculadas a sus portentosos trenes. Le parece verlos, como enormes monstruos de puro hierro, rechinando en la curva de los López sobre durmientes sacudidos por ese peso fenomenal. Enseguida, la frenada bien calculada por el maquinista, porque apenas termina la curva se avista la estación.
 A los cargueros los espera el pobrerío y los chiquilines con el pantalón a media asta, que estiran las manos pedigüeñas hacia los peones que vigilan el ganado en pié. Suelen arrojar caramelos y algunas veces moneditas y los que cargan fruta suelta que viene del sur, son más generosos porque la fruta no es de ellos. Manzanas o duraznos que pertenecen a un patrón miserable, que no alcanza a contarlas. Así que fruta más, fruta menos, no se notarán como faltantes cuando las descarguen.
 Dos veces a la semana, a las quince casi en punto, llega a la estación de Fermín el tren de pasajeros arribando desde la Capital. Retorna al día siguiente, desde el sur, a la misma hora. El paso del tren por un pueblito de mala muerte como es el sitio donde vive Fermín, es un evento social trascendente. Los trabajadores del campo se lavan la cara a los apurones, acomodan el chambergo o la gorra, anudan con esmero el pañuelo con pintas de perdiz, toman del bracete a sus mujeres y parten a esperar el arribo. Los muchachitos se entrechocan con los perros, divertidos y ansiosos y la gente pudiente se acerca en grupitos y se acomoda sobre cajones de fruta vacíos para esperar que haga su aparición el convoy en la famosa curva de los López. Que hoy por hoy, son los Lopecitos. Los viejos, españoles de pura cepa, murieron enriquecidos trabajando hasta en las fiestas de guardar, para que su par de herederos, medio idiota uno y jugadora sin límites la otra, apostaran a dúo hasta las estanterías del negocio, en carreras de caballo, mujeres desesperadas y vendedores ambulantes alcoholizados. Fermín se hace el sordo cuando alguien ataca a ese par, alcahuetando otras costumbres que no se deben mencionar, ni siquiera en novelas.

El oído aguzado del público percibe, a lo lejos, un bufido que el maquinista usa de preaviso. Los durmientes salen del sopor de la siesta, sacudidos por la vibración de las vías y los chispazos del hierro contra el hierro en la frenada. El armatoste lanza flujos pujantes y el vapor de la locomotora se eleva en una copa, que se expande con blandura hacia los postes y techos. Los espectadores reacomodan el trasero sobre los cajones, movilizados, urgidos por el ventarrón del vértigo para no perder detalle. Las mujeres de pollerones largos, adornadas con baratijas, llevan la mano al pecho, pudorosas de dejar traslucir el interés inmoral que el momento produce en el mundillo de sus pecados meramente veniales. En cada rostro se insinúa la sonrisa tímida de la gente de campo, que a veces ribetea la socarronería natural del gaucho.

 A Fermín le parece que la máquina tiene sentimientos y que le duele separar su presencia imponente de esa parada, porque volver a partir siempre es como morirse un poco. El jefe de estación viste su uniforme y aguarda de pié, como un general en revista. El guarda agita un banderín verde y la viajera resopla, frena y suelta otro silbato de advertencia a los dormilones, que aparecen con bultos y herramientas, corriendo por el andén buscando aferrarse a los pasamanos del vagón de carga, para viajar colados.
 La presencia de la gente calienta el pulso de la transportadora, que trae periódicos en paquetes que el guarda arroja al andén, mientras descienden los pasajeros y se baja la carga delicada. Los parientes que llegan traen airecitos citadinos. La ropa es moderna, los modales cambiados. Pero el abrazo campechano se suelta y alguno hasta llora, de tanta emoción que produce el retorno.  Se amontonan cajas con medicamentos para el hospital, repuestos para el bicicletero y la maquinaria agrícola, rollos de tela para la tiendita y mercadería para surtir el almacén de ramos generales. Uno flamante, de reciente inauguración, que pertenece a un turco con mirada de águila y bolsillo hermético. El movimiento se torna cinematográfico. Un fugaz contacto con la Capital, que los hace sentir el orgullo de pertenecer a un país enorme y próspero, que los tiene en cuenta con el arribo y la partida de los trenes.

Fermín se sabe de memoria horarios, destinos y categorías de la gente que traslada la formación de carga que arranca al amanecer y tiene un solo vagón destinado a pasajeros. Ahí trepan obreros y domésticas que no pueden llegar tarde porque el trabajo escasea y sobran inmigrantes que se ofrecen por menos dinero. Hombres con ropa limpia y madres que tironean niños empacados que detestan visitar a la abuela gruñona o vacunarse contra la difteria. Las mujeres jóvenes retocan los labios y sonríen a los mozalbetes con el periódico bajo el brazo, con la parte de empleos subrayada en rojo y la ilusión aleteando dentro del alma. Cuando el reloj de la iglesia suelta cinco campanadas, Fermín ya está instalado sobre el muro del asilo donde vive y ahí permanece, mirando trenes que llegan y que salen de verdad, o inventados dentro de su mente, hasta que suena la campana que los llama a comer.
Se puede decir con propiedad que Fermín está vinculado al ferrocarril desde su gestación. Cuando su madre — apodada La Polaca por el vecindario — se dio cuenta que el momento de parirlo se acercaba, caminó hasta la parada del tren y trepó ayudada por dos indigentes al furgón de carga del tren lechero. El bolso raído que apretaba contra las costillas contenía dos toallas viejas, un saquito de lana diminuto, muy usado y la fotografía en sepia del padre y de la madre, haciendo adiós a la pareja que partía esa noche en barco rumbo a América. La pareja romántica, compuesta por un candidato meloso y una rubia importada de caderas redondas, promisorias.  

 Apenas despegó el barco, Ana, que era joven y hermosa y para nada tonta, empezó a dudar de la sinceridad del encantador consorte. Que se escabullía de la bodega donde viajaban, para subir a emborracharse con los marineros, que cantaban y soltaban palabrotas en todos los idiomas y tentaban a Efraín, su marido, con dinero para tomarla en préstamo por un rato. Efraín trajo la propuesta mientras la acariciaba y recibió de la joven herida, como respuesta, un memorable empujón sobre una viga y un escupitajo a lo gitano, dejando en claro cuán voluntarioso era su carácter.

Durante las noches de juerga de Efraín, se aproximaba a la muchacha un hombre maduro, que hablaba su idioma y viajaba hacia un pueblito que no figuraba en el mapa, donde ya estaban instalados sus parientes. Arrendaban una pequeña chacra, trabajaban de sol a sol, pero estaban contentos porque tenían techo, había hospital, sus mujeres tenían hijos y los hijos, escuela gratuita y obligatoria. Nadie hablaba de guerra y la tierra era tan, pero tan fértil, que si se enterraba una paja, brotaba una escoba con sus cinco hilos. Ana escuchaba atenta y fue fácil, transcurridos los días, hacer confidente a este desconocido, de sus miedos.
— Cualquier cosa que le pase…— Ofreció su paisano—. Este es el nombre del pueblo…y éste mi apellido.
Ana hizo un rollito con la nota y la escondió dentro del corpiño, agradecida. Tenía el presentimiento que a este hombre lo volvería a tropezar alguna vez, transitando por su misma senda.    
El viaje, penoso y largo se volvió la antesala del infierno para la muchacha que, respetuosa de lo aprendido de boca de su madre, se negaba, una y otra vez a caer en pecado por dinero. Efraín resultó un castigador violento y ella, enjaulada dentro del Hotel de los Inmigrantes, empezó a sentir que su cuerpo cambiaba. La cintura, engrosada y la sangre mensual, desaparecida.
— Efraín…Creo que vamos a tener un hijo. — Confesó con más miedo que alegría, esperando el estallido del hombre.
Efraín no volteó la cabeza para verla. ¡Como diablos se pudo descuidar! ¡Qué explicación le daría a su jefe! ¿Y qué hacer con la mercadería dañada?
— Salgo a buscar algo que nos lleve hasta el centro. — Respuesta dada entre dientes, sin mirarla y cerrando con rapidez la valija.
Ana esperó varios días el regreso, pero Efraín parecía tragado por la tierra. La policía sacudía la cabeza, el que regenteaba el Hotel precisaba la cama…El nuevo amigo, Stanislav, esperaba con paciencia. Con paciencia, algo de ternura y enterado que en el pueblito hacia donde iba, las solteras eran escasas, no dudó ni un segundo. Parco en palabras, pero responsable, compró dos boletos y partió rumbo al sur con la embarazada a cuestas. El hombre se sabía fuerte y la tímida Ana era sana. Sobraba trabajo y mirando el vientre de la joven, de a poquito, empezó a quererla. A desear protegerla. El que se llamaría Fermín no lo sabía, pero ese fue su primer viaje al sur a bordo de un tren con coche comedor y dormitorio. Un tren de lujo, llamado “Los Arrayanes” que terminaba su recorrido de surcador de pampas en las proximidades de un hermoso lago con nombre indígena.

“El hombre propone”…Ana afirma que el hombre nunca debe dar por sentado ni proyectos ni planes. Porque todo lo que el hombrecito cree, puede ser torcido y retorcido por un Ser Superior.
La tarde anterior a la llegada a destino, Ana entró al camarote para despertar al dormido Stanislav. Estaba boca arriba, inmóvil. Una leve sonrisa marcaba la piel de la cara. No respondió al llamado, ni abrió los ojos con los sacudones. Dando alaridos y chapurreando palabras que ninguno entendía, consiguió la atención del guarda. El hombre estaba muerto. “Un ataque al corazón”, diagnosticó un joven doctor que iba al sur en viaje de bodas y se hizo cargo del acta de defunción.

Ana giró a ciento ochenta grados sin pensar dos veces. Bajó del tren una estación antes, para que la policía no la interrogara, desorientada y en pánico. Caminó hacia el pueblo, mezclándose con la gente que volvía a sus casas y esa noche durmió acurrucada y hambrienta en un hueco cerca de la Iglesia. El sacerdote, enterado por las piadosas feligresas de la primera misa de la presencia de ese personaje envuelto en trapos, la invitó con el desayuno y por señas, trataron de entenderse. Empezaron a llamarla La Polaca, porque venía de Polonia. Nadie, en kilómetros a la redonda, descifró jamás su lugar de nacimiento y menos qué hacía esa mujer joven, con una panza alzada, en medio de la pampa húmeda, que afirmaba o negaba con la cabeza lo poco que entendía.
Cuando se enteró que en el pueblito había solamente una sala de primeros auxilios, fue cuando se despidió del cura para incursionar sobre el tren de carga hasta la ciudad más próxima, que sí tenía hospital, plaza con juegos para chicos y empleos de sobra para mantenerla  a ella y al niño moviéndose en su vientre. Bajó en esa estación sin nombre apretando su bolsa, buscó un banco, se encogió sobre el vientre, rezó por sus padres y durmió un par de horas. La esposa del jefe de estación la miraba con curiosidad a través del visillo, hasta que Ana empezó a moverse, estirar la falda y mirar a derecha e izquierda, como buscando a alguien.
— Esa muchacha está embarazada…Y parece que la dejaron plantada…— ¡Y debe tener tanto frío!— Dijo atando el cinturón del delantal sin apartar los ojos del banco de la estación.
El jefe abandonó el diario para enterarse mejor de los acontecimientos.  Su mujer era sensiblera y crédula y llevaban más de una discusión porque ella se compadecía de vagabundos malolientes, perros sarnosos y muchachos de pelo largo y navaja escondida en los pantalones. Y estaba aquélla vez en la que llamó a la policía para desalojar a unos gitanos que se adueñaron del galpón de atrás. No quería hacerse mala sangre con desconocidos, así que apartó la vista y puntualizó sin restos de lástima: — Tiene cara de gringa con la panza llena…Si le das un plato de comida, está bien…Pero después, vía, ¿eh?

Ana aprendió bastante rápido el lenguaje y las exigencias de las cuatro familias que la tomaron para trabajar por hora. Fermín tuvo dificultades para aprender a sumar y cuando llegó a la división se fugó de la escuela. Empezó haciendo changas de carga y descarga y canturreaba o silbaba si lo ganado alcanzaba para vivir mejor. Sabía que la madre pensaba comprarle una bombacha de campo festejando sus quince años y él tenía apretado en el puño el dineral que los gallegos pedían por un par de botas. Pero…”El hombre propone”…como decía Ana.
   Fermín jamás festejó sus quince, y de ahí en más, en memoria de la madre, borró del almanaque la fecha por puro dolor. Ana se descompensó en el hospital y no lograron salvarla. Fermín huyó hacia los campos, a trabajar la tierra como le gustaba. Se puso de novio lento varias veces, pero como era lento, lo dejaban por otro. Su conchabo fue siempre en el vecindario de la estación, para no perder de vista los venturosos trenes, que iban o venían de lugares lejanos, siempre frenando al avistar la curva de los López. 


Y ya que estábamos cerca decidimos llegarnos hasta la Reina del Plata para recibir a nuestra última pasajera: PATRICIA DÍAZ BIALET : Nació en BUENOS AIRES (1962) ciudad donde reside. En 1987 su libro “Destierros de Arena” recibió el primer premio en el Concurso Nacional Pablo Piva, otorgado por la Fundación Argentina para la Poesía. Publicaciones: Poesía: Los despojos del diluvio” (Primer Premio Fondo Nac. de las Artes – 1989) “Testigo de la bruma” (Mención honorífica Premio Bienal de la Poesía Argentina – 1991) “La penumbra de la luna llena” (Segundo premio Concurso Fundación Inca Seguros – 1992) “La dueña de la ebriedad de la rosa” (Primer Premio Fondo Nac. de las Artes – 1994)  “Los sonidos secretos de la lluvia” (Mención honorífica  1er. Certamen Nacional de Poesía Papiros del Siglo XX – 1994) “El hombre del sombrero azul”(1996) “Papeles de resurrección (versión española de “Resurrection Papers” de la poeta estadounidense Heather Thomas – 2004) “El amor es una pluma de mercurio. Poemas elegidos” (2007) y “Agualava” (2009) Poemas suyos fueron incluidos en la película de Eliseo Subiela “El lado oscuro del corazón II”. De su libro Agualava elegí varios poemas, de un alto nivel erótico, que dejo a vuestra consideración.


FETICHE
                     Al hombre manta de silencio

solo si así alguien me penetra
yo florezco en cada espacio e polvo que me sobrevuela
solo si así me dicen me contraen me retuercen con
                                                             /mano de estigma

si así me aplastan le lamen me aprisionan
aunque haya este vidrio esta pena
estos huecos exagerados en mi memoria

PULPO

El mismo pulpo que me atrapa te conquista.
Coloniza tu carne.
Tu incienso de letargo.

El mismo pulpo que me amarra te roba la epopeya.
El puñado de prójimo.
La mala mujer que te desviste.
Y una lágrima se deshoja sobre su vientre.
Empuja su destino.
Su búsqueda de vos.

Pero mi pulpo es más honesto.
Más acostumbrado a rodearte el gajo fantástico
que siempre deviene en mí.

ÁBRETE SÉSAMO

Ábrete sésamo tus piernas nutrias escondidas.

Ábrete sésamo tu dedal de escándalo plegado.
Ábrete sésamo tu rubia cintura mítica de siesta.
Ábrete sésamo tu claridad injusta en mi noche estática.

Ábrete por fin de este a oeste
fijando el foco cenital donde ya sabes.

Y mírame ahora en este mismo instante en que me
                                                                /abro yo
igual a un cabo de agua bendita sobre el náufrago.

                                                                                 -EN ÓRBITA DE FUEGO-

POR QUÉ HAY QUE TENER AMANTES (II)

Ahora abunda la cautela,
el miedo o la aburrida recompensa.
Abunda la palabra contundente,
el saber común,
lo prefijado.

Por eso me emperro detrás de todo como punto
                                            /imberbe en el vendaje.
Desde allí titilo mi despojo de odalisca y así me
                                                       /recupero.

Yo detrás de todas tus mujeres soy la que fulgura
                                           /como un alga incandescente

Y te llamo cien veces a mi cuerpo
a mi cóncava cueva de planeta parcial e inhabitado.


PORMENORES
                                     Una cuerda de acero nos recorre los huesos
                                                y la agitan con fuerza en la boca del túnel,
                                                                               el no saber a un costado
                                                                                            y el saber al otro
                                                              Héctor Yánover

A nadie se lo digo.
Mis intactas estampas.
Mis maniobras de olvido.
Tu intelecto de zángano.

A nadie se lo digo.
La cadena transparente en la que duermo
Mi maníaco amor deshabitado.
Los silencios.
Los olores.
Los pesares flotantes.

A nadie.
A nadie nunca.
La vena de zozobra.
El diente en el desierto de una boca de cadáver.

A nadie se lo digo.
Puercoespín de tristeza es mi memoria.
Permanente tijera de tiempo.
Nula saciedad de espíritu.

Mi memoria alberga poemas irresueltos.
Destinos de astilla.
De zócalo profundo.

Pero tu bella ignorancia me repone de todo

                                                     -NO SOY MUJER DE ESTAR ENTRE LAS OLLAS-

MÁS DE MÍ

Esta noche todos están en sus huecos.
Al lado de sus cacerolas ilustres.
Con la píldora amarga de la familia tragada cien veces,

Todos poseen cheques escritos en hostia y humo.
Descendencia remanente.
Pesada tozudez de padre.

Y se ocupan una vea más de su quehacer embebido
                                                     /en ácido.
Y nadie me ofrece un céntimo de esperanza.

                                                            -LA TRAMA-



Había sido un largo trayecto y la locomotora estaba cansadita. Por tanto la maquinista decidió regresar al pago. Que alguna vez hay que volver .... Pero seguimos esperándolos por aquí. Recuerdo a los escritores que pueden enviar su material (prosa y/o poesía más una minibiografía) a: millaco@ciudad.com.ar Asimismo solicito a quienes cambiaron mail (o saben de quien lo hizo) que avisen, para evitar devoluciones de correo. A todos les deseo días plenos de alegría, armonía y amor.
Un abrazo pampa
                                                           CRIS