¡¡¡BIENVENIDOS AL TREN …!!!
Que se dispone, nuevamente, a partir en su búsqueda de
amigos escritores y lectores. En este mundo caótico y convulsionado nada mejor
que tomarse un respiro, y disfrutar de la letra escrita. Más allá de las
innovaciones y la tecnología el libro sigue siendo un compañero indispensable
en la ruta diaria del vivir. Dicho lo cual … ¡partimos!
La locomotora humea y resopla, los pasajeros se
aprestan a subir para comenzar el viaje. Y que mejor que hacerlo rindiendo un
homenaje a un grande de las letras pampeanas, un poeta de extensa y reconocida
trayectoria: JUAN CARLOS BUSTRIAZO
ORTIZ. Nació (3 dic. 1929) y falleció (1 junio 2010) en SANTA ROSA (Prov. de LA PAMPA ). A los 19 años
ingresó como radio telegrafista en la entonces policía de territorios
nacionales. Este trabajo le permitió tomar contacto con el Oeste de la
provincia, su problemática ambiental y su dimensión mítica. Al regreso a Santa
Rosa se desempeñó como corrector y linotipista en el diario La Arena. Participó como ayudante
de topógrafo en varias campañas de relevamiento topográfico a partir del año
1963 en la Meseta
de Somucurá (prov. de Río Negro y Chubut), Rincón de los Sauces (prov. Neuquén)
Entre Ríos, etc. Tuvo una activa participación en los círculos artísticos y
culturales de la provincia y muchas de sus obras fueron musicalizadas y
enriquecen el repertorio del cancionero pampeano. Su extensa obra poética
inició con “Los poemas puelches”
(1954). En 1999 el Ministerio de Cultura y Educación de la provincia le otorgó
el “Premio Testimonio” y su obra fue declarada “Patrimonio Cultural Pampeano”
(1995). Obras publicadas: “Invitación
al campo y otros poemas”; “Elegías de la piedra que canta”; “Aura del estilo”; “Unca
bermeja”; “Poemas puelches”; “Quetrales”; “Cantos del añorante”; “El libro del
Ghenpin”; “Hereje bebedor de la noche”; “Herejía bermeja”; “Canto quetral”
(Tomos I y II). Personalmente me gusta muchísimo su poesía y me ha
resultado muy difícil elegir que textos brindarles hoy. Espero lo disfruten
como yo.
I.- “Tercer libro de estilos”
ESTILO DEL
BARDO LEJOS
… y la mañana es la niebla,
esa ondulosa humarasca
que me reclina en tu mesa,
que me engualicha en tu casa.
(Estilo, sangre del vino,
labio del vino sangrando!...)
En este cielo, es el tajo
verde que tras la lorada
queda en el aire, sonoro
como una piedra de plata.
(Estilo, sangre del vino,
labio del vino sangrando!...)
En esta carta hilachosa
y la sonaja de tu agua,
la bruja cáscara uvosa,
sí, de tu carne enjoyada.
(Estilo, sangre del vino,
labio del vino sangrando!...)
En tus cacharros te siento,
en tu puelchana callada,
ay sombra hermosa, crujiente
rastro de dulce fantasma.
(Estilo, sangre del vino,
labio del vino sangrando!...)
Y la mañana es mi canto,
este que soy en la pampa.
El bardo lejos: un viento,
una vihuela que te anda …
(Estilo, sangre del vino,
labio del vino sangrando!...)
ESTILO DEL
MONTE AZUL
A mi silencio, hechor de mi palabra
Llovizna que te destallas
de tu alto cielo toldeño
con tus caderas bordadas
y con tus ojos más ciertos …
(El monte manso se mueve
en la sin fin lejanía)
Quiero tu rostro en nostalgia,
tu flauta de agua, tu tiempo
de piel mojada, remota
de petaloso hendimiento …
(Azulazul de misterio
el monte de humo camina)
Aquí va el solo, el callado,
el sonoroso, el desierto,
el payador de la tierra,
el de tu embrujo más lleno …
(Quiere alcanzarlo el andante,
y nuncanunca termina)
El que en la tarde te aprende
y el que te lleva en silencio,
en su costumbre silvestre
de ver tu ruido cayendo …
(Alláyallá, como un sueño
que en las miradas destila)
Me digo “el solo”, “el callado”,
pero tal ves no sea cierto …
Me toco el alma, limpita
por el tu acompañamiento!
(El monte azul, una niebla
que no me da sus pupilas …)
II.- “Viento de la milonga”
MILONGA PARA
DON LASTRA
De su viejo corazón
le están brotando caminos,
leñitas mozas, raíces,
briosos fogones tordillos.
Es un caldén que camina,
un alpataco cenizo.
(Dónde
estarán los capullos,
dónde lo
fuegos antiguos?...)
Sus manos de cerrazón,
su voz de algarrobo lerdo,
le desentierran las brasas,
el rescoldito del pecho,
y el manto de honda ceniza
es como un poncho revuelto.
(Qué pensará
la vihuela
la de
ahumadito pellejo? …)
Debajo los gualeguays
está su casa de pobre,
cofre de lunas penadas,
querencia de cuero y noche.
con su ademán la señala
como diciendo “perdone …”
(Qué pensará
la vihuela,
qué
rasguearán sus razones?...)
Sus pensamientos se van
por donde va la vihuela,
y ya sus ojos reseros
de aindiada yesca chispean.
Temple del diablo, la noche.
Los gualeguays canturrean.
(Qué pensará
la vihuela,
qué quemará
su silencio?...)
Los
gualeguays me susurran
las cosas
que voy diciendo.
MILONGA DE
CALLUHUEQUE
para los Hueche
Allá viene Calluhueque
bajando de la mesada;
todo el frío del camino
se le encorrala en el alma.
Lo sigue un humo celeste
por las maciegas quemadas,
y es un paisaje de nieblas
el que espejan sus miradas.
(Junto al
arroyo, la tarde
es una moza
que canta …)
Las cosas que enseña el viento
él las aprende en las bardas;
no hay soledad que el puestero
no padezca, soterrada;
y en medio del abandono,
sintiendo el canto del agua,
él se vuelve pensamiento,
sabio de penas sagradas.
(Junto al
arroyo, la tarde
es una moza
que canta …)
El grito crece en el aire
y el aire lo deshilacha:
la voz que teje el silencio,
el silencio la desata,
arriero que anda en la niebla
con un rebenque de plata,
como una sombra remota
que le cuida la majada.
(Junto al
arroyo, la tarde
es una moza
que canta …)
Cuando la tarde se vuelve
una penca empurpurada,
en los chenques solitarios
hay una piedra que sangra.
Allá viene Calluhueque
por un portezuelo de ala.
Atrás quedó el lloradero,
la soledad reclinada,
los coironales airosos,
la inocente guanacada …
(Junto al
arroyo, la tarde
es una moza
callada …)
III.- “Llantos del salitral”
CORTANDO
TAMARISCO
Arropados de tierra
y cantando, cantando,
cortaban tamarisco
en la tarde de barro.
Subían y bajaban
con sus manos terrosas,
calzados de salitre
en la tarde llorosa.
Juntaban sus leñitas
en la tierra de vidrios
para los fuegos guachos
de sus noches con fríos.
Una niebla rosada
bajaba de las lomas
y un humo azul y triste
subía hacia la sombra.
Los niños se llevaron,
bajo la niebla fina,
sus ataditos secos
de ramas tamariscas …
Juan Bautista del Viento,
Pedro Antonio del Aire.
Dos pájaros quejosos
pasaron por la tarde.
CALLEJÓN DE
LOS TRISTES
Con sus voces de adobe
me llevó por la tarde
el camino de tierra
orillado de alambres.
Yo pasaba mirando
con el alma inclinada:
en la espalda sentía
las miradas hurañas.
Vi los ranchos en fila,
miserables y oscuros,
como hileras de pencas
en la orilla del mundo.
En las tinas del agua
y en los largos cordeles
lloviznaba el destino
de las lentas mujeres.
Con sus voces de adobe
me llevó por la tarde.
Unos pájaros grises
entristaron el aire.
Yo me fui como huyendo,
con los ojos amargos.
Ondulaban al viento
unos rojos harapos …
IV.- “Puelchanas”
SILBAN,
SILBAN LAS PERDICES …
I.-
Manojito de la menta
acurrucado en los cerros!
Te vas volando y volando,
paloma verde en el viento.
Zulupe de las Mahuidas,
endulzador de los aires!
Cuando la tarde se cierra,
florecen tus soledades.
Como se quema en la boca
el nombre del pago mío!
Mi corazón dice “Puelches”,
y se me acaba el olvido! …
II.-
Canta el zampal y susurra
el jumialito salado.
Brujos de músicas pasan
por los piedrones mis labios.
Prende tus fuegos, Negrita,
que ya se apaga esta lumbre,
y un lloro azul de milongas
canta la tierra leuvuche.
Silban, silban las perdices
toda la tarde dolida.
El caserío se llena
de chispitas amarillas …
Parecen flores dormidas
los colorinches cerreros.
Quién cantará esta puelchana
cuando esta flor haya muerto? …
V.- “Chalileras”
HAY UNA LUZ QUE SE MUEVE …
I.-
Una milonga toldera
canta bordando el camino,
y el alpataco, embrujado,
es un cacique florido.
Un humito en las jarillas
sube y subiendo se aleja,
y allá El Nevado, lejitos,
pura corona espejea …
Rancherío, barro triste
casi enterrado en la arena.
Se están llenando tus pozos
con lagrimitas y penas.
II.-
Como una flor amarilla,
luna chadiche, me alumbras.
Ojitos de chilladora:
quiero hacerte una pregunta.
Hay una luz que se mueve
allá en los médanos chicos:
de quién serán las señales,
para quién, quetral solito? …
Rancherío, barro triste
casi enterrado en la arena.
Se están llenando tus pozos
con lagrimitas y penas …
de su libro ”CANTO
QUETRAL” (Tomo II)
Ya en el camino el trencito puso rumbo a la provincia
mediterránea: Córdoba, donde aguardaba ALFREDO LEMON. Nacido en CÓRDOBA
(1960) ciudad donde reside. Obra poética: Cuerpo
amanecido, 1988. Humanidad hecha de palabras, 1993. Sobre el cristal del papel,
2004. Libro de ensayos: El
mono metafísico, 1991. Premios más importantes:
“Romilio Rivero, Municipalidad de Córdoba”. 1985. "José Hernández",
Colegio de Abogados de Córdoba, 1987. “Plaza de los poetas, José Pedroni”.
1992. “Escritores por la paz”, Sociedad Científica Argentina.1994. “Premio
Jóvenes Sobresalientes” de la
Bolsa de Comercio de Córdoba, 1994. “Asociación de
Escritores Argentinos”, 1995. Sociedad Argentina de Letras, Artes y Ciencias”.
1995. "Sociedad de Escritores de Río Cuarto", 2005. Mención de Honor
de la Sociedad
Argentina de Escritores Villa María, Premio “Primo
Belletti”, 2007. Colabora en varios medios literarios del país. Algunos de sus
poemas han sido traducidos al inglés, italiano, catalán y francés. Aquí
nos deja su obra poética con onda filosófica.
TU PSIQUIS, CUEVA
a Alberto Girri
Tu cerebro
como una caja negra
o un
habitáculo, zaguán
donde un
roedor zigzaguea.
Sofismas,
soliloquios,
piélagos,
pliegues.
¿Serán
estos pasadizos del yo?
Mudez,
aislamiento,
ruidos,
estímulos.
¿Surgió el
mundo de una necesidad mental?
¿una idea?
La vigilia
y la intuición son el anverso y el reverso.
El éxtasis
y el revólver son péndulos del equilibrio.
Detrás,
custodia un dios
desde la
nuca.
VÍBORAS
Húmedo
beso, tibio veneno.
Lenguas
estiletes,
látigos
saetas,
ambrosía,
el salto y
el grito,
alevosía.
Escurridiza
vibra la fascinación.
Espumas en
el aire.
Trueno del
orgasmo.
Muerte que
vida muere.
Vida que
muerte vive.
EL PLAZO
Este es un tiempo que pone a
prueba el espíritu de los hombres.
Ni fin de
la historia ni apocalipsis:
el mundo está en búsqueda.
El ser no
muere porque pertenece al Todo,
se borran las formas y las cosas,
se cansa nuestro cuerpo respecto
a lo demás.
Presente
continuo, mutación permanente:
apenas resulta cierto el puro
devenir.
Todo es
ahora. Nada es distinto.
Hoy es mañana. Ayer es hoy.
Cada gota rueda río abajo
y fugándose en su cauce,
se vuelve única y necesaria.
Siglos,
ciclos, tránsito:
la realidad no es más que el
argumento de una antigua fantasía.
Cualquier
suceso desborda nuestra previsión.
Sólo
cuando pierdas la prudencia
el enemigo atacará antes de hora.
LOS CONDECORADOS
Allí van
los poetas oficiales
a buscar
sus certificados
como quien
ha aprobado sus últimas materias.
Y suben al escenario a recibir sus diplomas
mirando desde arriba a los demás.
Patéticos, intelectuosos,
acumularon versos como quien junta figuritas.
¿Necesitan una rúbrica, un permiso para sentirse plenos?
¿Quieren una medalla para asegurar posteridad?
Cegados por el ego y la disputa
olvidan que toda gloria es paupérrima.
¿Quién dará cuenta de sus trampas, triunfos, infamias?
Tú, poesía,
déjame sacar la sortija y dar otra vuelta en calesita.
HIPATIA, LA
ALEJANDRINA
Indigentes de
espíritu
pese a tronos,
doctorados,
muchos necios,
pocos sabios,
levantaron su
índice inquisidor a tu libre erudición.
Y bajaron el
pulgar juzgándote pagana,
extravagante,
hechicera, hija del averno.
La turba bruta
te descuartizó con filosos caracoles.
Cirilo firmó
tu muerte.
¿Eras un
cuerpo celeste?
¿Un astro
poniendo en duda la existencia de Dios?
Ahora cantas
junto al coro de los elegidos, los ungidos.
Santificado
sea tu nombre hermana mártir.
Pensar es
discutir.
Santificado
sea tu nombre
custodiado por gárgolas y gladiadores.
Tu nombre,
entre Cristos y planetas.
La maquinista se aprovisionó de
criollitos y el trencito prosiguió su marcha rumbo al Litoral. Que allí nos
aguardaba IME BIASSONI. Nació en Villa Trinidad (prov. de Santa Fe) y reside actualmente en CERES (prov. de SANTA FE). Es fundadora
del Conservatorio "Luz y Lorca" y creadora de los
nuevos "Juglares". Miembro Fundador de “Naciones Unidas en las
Letras” Colombia. Miembro de "World Congress of Poets". Ambassadeurs
de la Paix –
Suisse / France. Miembro Honorario de AIELC- Asociación Israelí de Escritores
en Lengua Castellana. Delegada y embajadora de la paz de IFLAC en Ceres, Santa
Fe. Delegada Cultural de la
UHE. Miembro de "Poetas del Mundo". Miembro de
REMES "Red Mundial de Escritores en español". Presentó conferencias y participó activamente en Congresos en
Argentina, Puerto Rico, Chile, México, España, Ecuador, Perú, Hungría, Taiwán,
Kenosha EE.UU., Colombia, Israel, Los Ángeles California, Praga en República
Checa y Curtea de Arges en Rumania, donde fue elegida para representar a
Argentina en el año 2015. En Cusco, Puno y Arequipa en 2017. En 2018 en
Marruecos y en el Congreso mundial de las letras hispanas en España. Nominada a Personalidad Destacada en
100 años de Historia de Villa Carlos Paz, por el Centro de Estudios
Genealógicos e Históricos. Embajadora cultural, miembro fundador del Ciclo
Narradores y Poetas del Mercosur, en Rosario. Participó en la inauguración de la Biblioteca del Poeta en
Huari, Perú, elegida junto a nueve poetas iberoamericanos. Poeta cofundadora
del primer Museo de la poesía manuscrita en La Carolina. Prologó
la obra “Final de era”, entre otras, con un análisis de esta. Editados: 6
libros, 12 opúsculos. Varios premios. Participación en 71 antologías
internacionales. Trae hoy sus poemas que espero disfruten. Y agradezco el que
me es dedicado.
E Mail: luzylorca@hotmail.com
CRIS
Hay trenes que
van
otros que
vienen
pero Cris no
se detiene
abriendo un
abanico
de pasajeros
dispares
que suben
emocionados.
Ojos ávidos
los leen
perfumando las
letras
con lecturas
cálidas
porque en cada
estación
la sorpresa
espera
y es un canto
la emoción.
Y así, Cris
viajera
a su tren
mueve
mientras la
locomotora
suma espacios
amasando la
fortuna
de la sana
lectura.
PASA
Ábreme la puerta
¿es que tu aldaba está oxidada?
¿es que no oyes mi voz mojada?
Ábreme la puerta
te espero aquí parada
y cuando me veas
no digas nada.
Sólo habla con tus ojos
para decirme: pasa.
AYER
Apagón, cine con historias…
¿recuerdas?
era el amor.
El fantasma del tren
su máquina agigantaba
y el león
garras abiertas
apuraba susto y traición.
Mientras, mordía el beso
que giraba temor…
¿Recuerdas?
era el amor.
San Valentín, un ojo
me guiña.
BRINDIS
Sea un choque de cristales
abrigado de amor y fe
renovado cada año
para mejorar espacios
calmar lluvias irónicas
desterrar maldad
desnudando desaires.
Hoy y siempre levantaré mi copa
contagiando otras
con sonidos sonoros
sin límites ni odios.
Si te sano me sano
si te quiero me amo
si me amo cobro fuerzas
y puedo brindar soñando
para convertir sueño en realidad
y que la lluvia sea de paz.
ALBERGAR
Cuando la realidad
supera a la ficción
armo batalla de palabras
contra incómodos secretos
esos que se mueven por sótanos
con botas largas…
Y mis pies limpios de barro ajeno
caminan buscando senderos
sin atropellos, sin tiranías
armando círculos de amor y paz
para albergar a los que padecen
por los grandes, sin valores.
Santa Fe y el espléndido río Paraná fueron quedando atrás. Y la
locomotora enfiló para la Reina
del Plata a fin de recibir a un amigo: FERNANDO
SORRENTINO. Nació en la CIUDAD
DE BUENOS AIRES
(1942), donde reside. Su extensa y completa biografía pueden consultarla en el
Nº 117, hoy solo acompaño nuevos datos. Sus últimos libros de cuentos
son El crimen de san Alberto, El centro de la telaraña, Paraguas,
supersticiones y cocodrilos, Los reyes de la fiesta y Para
defenderse de los escorpiones. Le pertenecen dos volúmenes de entrevistas: Siete
conversaciones con Jorge Luis Borges y Siete conversaciones con Adolfo
Bioy Casares. Nos deja un cuento para el deleite y la reflexión.
Con la de palo
1
El doctor Arturo Frondizi y yo éramos altos y flacos.
En ese entonces, él entraba en su segundo año como presidente de la nación y yo
cursaba el cuarto del bachillerato en el colegio situado en El Salvador y
Humboldt, de la ciudad de Buenos Aires.
Más de una vez me visitó, por esas rarezas de la mente
humana, este pensamiento: “Yo conozco la existencia de Frondizi pero él
desconoce la mía”.
El barrio del colegio era también mi barrio y yo lo
conocía muy bien.
En el tramo final de la calle Costa Rica, es decir
unos metros antes de llegar a Dorrego, se encontraba un taller mecánico de
automóviles. Al mecánico en cuestión yo solía verlo en la vereda del taller, a
veces de pie, a veces horizontal debajo de un auto, pero siempre enfundado en
un overol azul con lamparones de grasa. Lo cierto es que no podía pasar inadvertido:
sus casi dos metros de estatura y su fisonomía de pedestal me hacían calcular
su peso en no menos de ciento veinte kilos. Además, algo tenía de los atributos
del sol: rostro rojizo y redondo, ojos de un celeste diáfano, y cabellos rubios
tan pero tan claros, que parecían casi blancos. Andaría por los treinta años de
edad.
Al cruzar Dorrego, Costa Rica se convierte en Crámer y
uno ingresa en el barrio de Colegiales. Cien metros más adelante aparecía —en
aquella época— el llamado campito, que era un descomunal terreno
extendido, en lo ancho, entre las calles Álvarez Thomas y Zapata, y que, en lo
profundo, llegaba hasta la calle Jorge Newbery. En él se desplegaban varias
canchas de fútbol, donde se disputaban partidos de jugadores aficionados. Los
campos de juego no ofrecían una sola brizna de césped: eran de durísima tierra
reseca.
Para entrar en
el campito era necesario cruzar una depresión por donde cada tanto
circulaba, en trinchera, y en una sola vía de ida y vuelta, un tren de cargas
—fue eliminado hace más de medio siglo— que conectaba la estación Colegiales
del Ferrocarril Mitre con la estación Chacarita del Ferrocarril San Martín. No
había ninguna señal de peligro: cuando se aproximaba el único tren de aquel
ramal, la negra locomotora de vapor hacía sonar un silbato agudo, largo, triste
y un poco espeluznante. Al igual que sucede con los barcos, las locomotoras de
aquella época tenían nombre; ésta, según se leía en letras blancas, se llamaba La Gauchita.
2
De manera que, esa mañana dominical de julio, bajé por
la primera barranca —declive: unos cuarenta y cinco grados— de la trinchera
ferroviaria, no oí ningún silbato, por precaución miré a derecha e izquierda,
crucé los rieles y subí por la segunda cuesta. Fui a reunirme con mis
compañeros del equipo llamado Rayo Azul, que iba a enfrentar —en partido
meramente “amistoso”— a otro cuadro desconocido, Amanecer de Bollini.
(Concertaba estos partidos un tal Azzimonti —nunca
supe su nombre de pila—, individuo tosco de sempiterno pucho en la boca. En su
juventud, según afirmó más de una vez, había jugado como insíder en un
equipo de segunda de ascenso: esa sapiencia lo autorizaba a funcionar como una
suerte de director técnico. Tenía un ayudante apodado Tijerita, imagino que por
ser, o haber sido, peluquero.)
No había vestuarios ni cosa parecida. En la orilla del
campo de juego nos vestíamos de futbolistas antes de iniciar el partido y
volvíamos a nuestras ropas de calle al terminar aquél. A unos trescientos
metros, y al borde de la barranca más cercana de la trinchera ferroviaria, se
encontraba un breve monolito (un metro de altura) con una canilla de agua
corriente: ahí, poniéndonos en cuclillas, bebíamos y nos lavábamos de modo
somero; pero eran mayoría quienes, extenuados por el partido recién terminado,
tenían pereza de recorrer tal distancia, y preferían volver sedientos a sus
casas.
Azzimonti, una vez más, me había convocado para jugar,
de manera que concurrí muy ufano. El puesto de puntero izquierdo aún no tenía
dueño: a veces yo era el titular, y Hugo Martínez, el suplente, y viceversa. Y
en esta ocasión yo iba a empezar el partido como titular.
Mis virtudes, sin embargo, no eran extremadas ni
demasiado brillantes.
Yo poseía una buena gambeta larga, remate preciso y
potente, y muchísima velocidad: me había ganado el mote de Galgo. Era
diestro, pero también podía pegar de zurda, con la de palo, a condición
de que la pelota estuviera en movimiento y, en ese caso, mi patada de izquierda
era, ignoro por qué, más violenta que la de la derecha, pero, en cambio,
carecía de dirección precisa.
Otras cualidades no me adornaban. Era incapaz de
gambetas cortas; necesitaba espacios amplios. A pesar de mi estatura, no tenía
condiciones para el juego aéreo, y era mal cabeceador (además, sólo podía
cabecear con el parietal izquierdo).
Aunque diestro, jugaba —ya lo dije— de wing
izquierdo. Esto constituía más una ventaja que una desventaja. Si bien, al
desbordar por la zona izquierda de la cancha, mi centro con la de palo
podía ser de dirección deficiente, por otra parte mi gambeta de derecha solía
desconcertar al 4 rival, acostumbrado a enfrentarse con punteros zurdos.
Yo era muy flaco, muy endeble, piernas zancudas,
sesenta kilos escasos, se me podían contar los huesos. Mi misma velocidad, mi
misma aceleración repentina, me hacían parecer más frágil aún, y despertaban en
el rival el deseo de arrojarme por los aires. Por mi edad, aún no estaba del
todo desarrollado. Casi todos los jugadores, tanto mis compañeros como los
rivales, eran ya hombres fornidos de más de veinte años, y no faltaban quienes
tenían treinta, treinta y cinco, o más años.
3
Los jugadores de Amanecer de Bollini visten camiseta a
franjas verticales rojas y azules, pantalón blanco y medias azules. Nuestra
camiseta es un poco cursi: desde el hombro izquierdo hasta la última costilla
derecha vibra eléctricamente, sobre fondo blanco, un rayo azul; las medias y
los pantalones son blancos.
El réferi nos convoca a empezar el partido y nos
desplegamos, cada uno ocupando su puesto, en el campo de juego.
Sobre mi espalda está el número 11. Del otro lado de
la línea de medio campo, con el 4 en su camiseta, se halla alguien que conozco
de vista y al que tenía registrado como una suerte de gigante rubicundo: no es
otro que el dueño del taller mecánico de la calle Costa Rica. Por las voces de
sus compañeros, me entero de que se llama Tadeo.
Y, al igual que lo que me sucedió varias veces con
Arturo Frondizi, acudió a mi mente el mismo absurdo pensamiento: “Yo sé quién
es él, pero yo le soy desconocido por completo”.
Empieza, pues, el partido.
En los primeros minutos, Amanecer de Bollini nos
avasalla hasta el punto de que no podemos sacar la pelota de nuestro campo, y
quizá ni siquiera de nuestra área. Yo soy una especie de espectador. Se puede
decir que casi no he entrado en juego; apenas he participado en unos toques de
ida y vuelta, sin llegar a dominar la pelota.
Irían veinte minutos de juego. Por increíble buena
estrella, el partido va cero a cero, cuando, según los merecimientos,
deberíamos ir perdiendo al menos por tres goles de diferencia.
En medio de la zozobra provocada por el constante
ataque del ejército azul y rojo, nuestro zaguero izquierdo, jugador poco sutil
pero marcador feroz, rechaza la pelota con un zapatazo a las nubes…
La pelota, muy alta, empieza a descender. La veo venir
hacia mí. Apenas si debo desplazarme un poco para intentar detenerla, como
pueda, con el pecho. Como soy torpe, el balón rebota en mí y debo buscarlo a
dos metros de distancia. Lo sujeto, pisándolo con el pie derecho.
Todo esto dura menos de un segundo. A un metro, ya
tengo ante mí la figura ciclópea de Tadeo, con las piernas muy abiertas, los
brazos horizontales y los ojos celestes clavados en mis pies.
Encorvándome un poco, finjo que voy a arrancar hacia
adentro para pasar por el flanco izquierdo de Tadeo: y, en efecto, se come el
amague y salta hacia donde no están ni la pelota ni yo.
Con esto pierde una fracción de segundo y, a la vez,
tropieza y continúa de espaldas a su propio arco. Más que suficiente para mi
pique y mis largas piernas.
El Galgo engancha la pelota con la cara interior del
pie diestro y, como una exhalación, pasa por la derecha del 4.
Ya está en terreno adversario. Con tanto campo libre
por delante, no es útil llevar la pelota pegada al pie. La patea larga y corre
tras ella, a la máxima velocidad de que es capaz, en diagonal hacia el arco. En
esos pocos segundos, Tadeo queda unos cuantos metros por detrás del Galgo, cuya
intención es patear al arco…
Pero, por el medio, en otra diagonal, viene a cruzarlo
el 2 rival; llega ciego y descontrolado. Al Galgo le resulta muy fácil, ante
esa suerte de búfalo, repetir el enganche, con su pie hábil, de derecha a
izquierda. Pero ahora se halla casi pegado a la línea de fondo y ya no le es
posible patear al arco; en consecuencia hace lo único que puede hacer: le pega
a la pelota con la de palo, y que sea lo que la diosa Fortuna quiera. La
de palo pega fuerte, pero sin dirección precisa: puede ocurrir cualquier
cosa.
La diosa Fortuna quiso que, entre los cuatro o cinco jugadores
que ya están en el área grande, la pelota elija la pierna derecha del
centrodelantero de Rayo Azul, quien, cómodo y libre, convierte el primer gol
del partido.
4
Volvemos a tomar posición para reanudar el encuentro.
Estoy demasiado feliz, siento admiración por mi
persona a causa de la excelente jugada que realicé y que culminó con nuestro
primer gol. Y este gol, si bien no fue convertido por mí, se debió, sobre todo,
a mi habilidad física y a mi rapidez mental.
Esta especie de ebriedad me hace cometer dos errores.
El primer error es conceptual y leve: subestimo al
rival y pienso que Tadeo es lo que, en la jerga futbolística, llamamos un troncazo.
Me había resultado tan fácil eludirlo y llegar hasta el área rival, que —estoy
seguro— voy a volverlo loco desde ahora hasta el último minuto del partido.
Y he aquí cuando cometo el segundo error, que ya no es
leve, sino grave y casi catastrófico.
Cuando la mirada de Tadeo se cruza con la mía, no
puedo resistir la tentación de formar un círculo con índice y pulgar derechos,
de llevarlo a la altura de la frente, de guiñar un ojo y de sonreír con la
mitad de la boca, chasqueando los labios: es el famoso “gestito de idea”
forjado por el actor cómico Carlos Balá.
Pero a Tadeo no le causa ninguna gracia: me lanza una
mirada, no por celeste, menos asesina y me insulta sin voz, moviendo mucho los
labios, para que yo lea las palabras injuriosas.
Se reanuda el partido. El desarrollo sigue igual. De
nuevo tenemos la defensa metida en el área, de nuevo anda nuestro arquero a los
revolcones.
Recibo una pelota parecida a aquella que luego se
convirtió en gol. Con un atisbo de sonrisita sobradora lo encaro a Tadeo.
Repito con éxito la misma jugada de amagar hacia adentro e irme hacia afuera.
Pero esta vez no logro sacarle cuatro ni cinco metros
de ventaja. Ni siquiera le saco un milímetro.
Tadeo, dándose vuelta con sorprendente celeridad, con
su pierna derecha me cruza con un patadón que me impacta en la espinilla.
Llevado por mi propia inercia, caigo de bruces, a lo largo y hacia adelante. La
cara, la nariz, el pecho, los codos, las rodillas, las piernas barren el duro y
polvoriento campo de juego, especialmente doloroso por el frío de julio.
Mientras voy cayendo, mientras voy hiriéndome contra el suelo, querría levantarme
para asestarle a Tadeo una patada en el estómago o donde fuere.
Pero no puedo levantarme. Estoy lastimado, sangrante,
dolorido, cubierto de tierra. El réferi cobra infracción en nuestro favor. Mis
compañeros se le van encima a Tadeo. Le recriminan por la innecesaria violencia
de la jugada. Se produce un breve tumulto. Manoseos, insultos, empujones… Tadeo
es amonestado por el réferi, y aquí no ha pasado nada.
A mí me brota sangre de los codos, de las rodillas, de
la nariz. Salgo de la cancha para tratar de reponerme un poco. Estoy enfermo de
odio: “Hijo de puta”, mascullo, pensando en Tadeo, “cómo me gustaría patearte
la cabeza y mandarte al hospital”.
—¡Tranquilo, pibe, tranquilo! —me dice Azzimonti—. No
se enoje, porque no gana nada y es peor. Cabeza fría y con criterio, pibe, con
criterio.
Vuelvo a la cancha: me duele hasta la ropa.
Trato de calmarme. Pero ya no soy el mismo, ya no
estoy agrandado como lo estaba después del gol; más bien me hallo acobardado.
Veo que Tadeo cambió de táctica. Pegado a mí, me marca
de tal modo que ni siquiera puedo recibir la pelota. “Si a mí me dan un metro”,
me digo, “que es todo lo que necesito para dominar la pelota, entonces con este
paquidermo me hago un pícnic”.
Sí, sin duda. Pero el hecho es que el paquidermo no
sólo no me da el metro que necesito. No me da ni medio metro, ni veinte
centímetros. No me da nada de nada. Se ha pegado a mí, y siempre llega a toda
pelota antes que yo.
Noto sus carencias y eso me llena de indignación. Es
un jugador burdo, sin ninguna destreza. Cabecea como puede, patea como puede:
con el empeine, con la rótula, con la canilla. Jadea y se esfuerza, tiene
espíritu de sacrificio.
Técnicamente, yo soy muy superior a Tadeo, pero no
puedo hacer nada contra aquel gigante que, además de no permitirme entrar en
juego, todo el tiempo me propina disimuladas patadas y cachetazos, me aplica
coscorrones, me pellizca, me tira del pelo, me escupe, a cada instante me dice,
con voz entrecortada por el jadeo, “Putito hijo de puta, así vas a aprender a no
cargarme, pendejo de mierda. Te voy a cagar a patadas, ya que te la das de
gambetiador y de canchero, putito hijo de puta”.
Eso me dice Tadeo, y no sólo lo dice, sino que,
mientras lo dice, siento sus rodillazos de hierro y sus nudillos de acero, y
sus asquerosos escupitajos. Desde luego, yo no tengo vocación de víctima y me
defiendo y ataco a mi vez. Pero carezco de la fuerza de Tadeo, y aún siento los
dolores de la infracción anterior.
Termina el primer tiempo. Lejos de ser un alivio,
tengo que sufrir los reproches de Azzimonti. Está desilusionado y furioso por
mi actuación. Ya no le importa que yo esté en inferioridad física:
—Agarre una, pibe, agarre una. Se tiene que desmarcar,
el rubio se lo metió en un bolsillo.
Trato de explicarle a Azzimonti que, por más que me
desmarque, el rubio, desentendiéndose por completo del juego, se dedica
exclusivamente a perseguirme por toda la cancha, con el fin de pegarme, de
insultarme, de escupirme…
—Usté tiene que tener personalidá, pibe. No se deje
acobardar, pibe. Si no tiene personalidá, al fulbo no puede jugar más.
Esos consejos se dicen, sí, y son sensatos. Pero,
cuando uno ya está acobardado, no hay nada que hacer. Tengo ganas de sugerirle
a Azzimonti que, para el segundo tiempo, ponga a Hugo Martínez en mi lugar.
Pero no me atrevo: eso lo volvería loco de rabia. Nada mortifica tanto a
Azzimonti que un jugador, sin estar lesionado, pida su propio cambio: lo
considera una cobardía incalificable. Y no deja de tener razón.
Entonces, amedrentado y con ganas de estar muy lejos
de allí, vuelvo al campo de juego y se repite exactamente la situación sufrida
durante el primer tiempo: Tadeo torna a martirizarme y yo, amedrentado,
coincido con la opinión de Azzimonti: no tengo personalidad y, por ende, al
fútbol no puedo jugar más.
Afortunadamente, Azzimonti pide el cambio y, en mi
lugar, ingresa Hugo Martínez. Faltan veinticinco minutos para que concluya el
partido: durante ese segundo tiempo Amanecer de Bollini convierte tres goles.
En la orilla de la cancha yo debo padecer la catarata de reproches que lanzan
sobre mí Azzimonti y Tijerita.
Me hallo doblemente humillado: por la tiranía de Tadeo
y por las recriminaciones del binomio técnico. Pero, al mismo tiempo, estoy
enojado conmigo mismo y con mi cobardía; pienso que, tarde o temprano, yo tengo
la obligación moral de tomar venganza contra Tadeo.
5
Después de algún rato se produce la dispersión de los
jugadores. Yo, por abatimiento, permanezco sentado en la orilla de la cancha
hasta quedarme solo. Estoy vestido con ropas de calle y calzo zapatos de cuero;
el atuendo deportivo se halla en mi bolso.
Finalmente, me pongo de pie y, con la idea de
refrescarme, emprendo la marcha hacia la canilla que se encuentra en el borde
de la trinchera ferroviaria.
Entonces…, ¡oh!
Veo la figura gigantesca de Tadeo, que, dándome la
espalda y agachado, está mojándose la cabeza y tomando agua.
Corro hacia él, con la intención de asestarle, con mi
pie derecho, un suelazo en la espalda para hacerle golpear la cara contra el
monolito y, entonces, salir huyendo a toda velocidad: no en vano soy el Galgo,
de manera que Tadeo jamás podría alcanzarme.
Pero, un segundo antes, Tadeo percibe vaya a saber
qué: gira la cara rojiza y la cabeza rubia hacia mí, y esboza una sonrisa
irónica y burlona. Continúa en cuclillas y esa cabeza rubia —la pelota— está en
movimiento, de manera que nada me cuesta —con la de palo— pegarle una
patada violenta, tan violenta, que lo hace trastabillar, girar sobre sí mismo y
desbarrancarse por la trinchera del ferrocarril.
Da tres o cuatro tumbos y cae en lo hondo. Oigo el
ruido que produce su cráneo al impactar sobre uno de los durmientes de
quebracho. Allí está, horizontal y extendido transversalmente sobre el
pedregullo y los rieles.
Muerto no está, pues lo veo moverse, un poco
espasmódicamente. Prefiero no quedarme allí para verificar si logra, o no,
reponerse del golpe y abandonar las vías.
Convertido nuevamente en el Galgo, emprendo veloz
carrera por la orilla de la trinchera ferroviaria, con el fin de huir lo más
pronto y lo más lejos posible de Tadeo y sus tribulaciones físicas.
Cien metros, trescientos, quinientos…
Entonces oigo, no demasiado distante, el silbato
agudo, largo, triste y un poco espeluznante de La Gauchita.
6
Ese mismo día abandoné para siempre la práctica del
fútbol. Pero no debido a la falta de personalidad que había señalado Azzimonti.
No quería verme obligado, en situaciones extremas, a
patear con la de palo porque —ya lo dije antes— la de palo pega
fuerte, pero sin dirección precisa: puede ocurrir cualquier cosa.
Y jamás volví a pasar por la última cuadra de la calle
Costa Rica, pues me hostigaban dos temores.
Por un lado, el miedo de que, de pie en la vereda del
taller mecánico, con su overol manchado de grasa, Tadeo me viera a mí. Y, por
el otro, un miedo mucho más angustioso: el de que yo ya no lo viera a él, de
pie en la vereda del taller mecánico, con su overol manchado de grasa.
Nos despedimos de los
amigos porteños pues era hora de emprender el regreso al pago pampeano. Y aquí
los espero, en mi andén, con sus cuentos y poemas (más una minibiografía o
actualización de la misma). Agradeceré que si cambian su E Mail pasen el dato
¿sí?. Nos estamos viendo. Un abrazo
CRIS
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